Confesiones de nuestro mundo

Por Segisfredo Infante

En un algún artículo publicado hace varios meses expresé que yo no había elegido el país donde nacer ni tampoco la época. Esta es una verdad elemental que deseo subrayar, con algunos agregados. Debo decir que tampoco elegí el mundo (internacional) del cual he sido, sin embargo, testigo directo e indirecto, ya sea de graves acontecimientos, de ambigüedades y de momentos felices para la humanidad. Me refiero al siglo veinte, el cual deberíamos “revisar” concienzuda, autocrítica e imparcialmente, tal como lo sugerí, con información recargada y atropellada, en mi artículo del jueves pasado. En primer lugar soy un escritor hondureño más o menos “transterrado”, tal como les dicen en México a los escritores españoles (y a sus hijos) que tuvieron que emigrar durante la famosa guerra civil española. Ya he dicho varias veces que mi padre era un español republicano y un judeo-masón convencido (nunca extremista), y mi madre una olanchana originariamente católica que se crió en la costa norte, entre la ciudad de El Progreso y el puerto de Tela. Nací, pues, en San Pedro Sula. Pero esta aclaración de muy poco sirve, porque incluso algunos viejos amigos y conocidos, casi de adolescencia, siguen repitiendo hasta el “infinito” que el departamento de Olancho es “mi pueblo”. En verdad, mi verdadero pueblo, es la ciudad de Tegucigalpa, en donde he crecido desde los cinco años de edad; he padecido reveses e inclemencias; y he madurado con algunos éxitos marginales. Ignoro si acaso en el fondo ciertos intelectuales hondureños me guarden algún margen de afecto o de respeto. O incluso si acaso me han terminado de aceptar dentro del subgrupo de mis parientes lejanos. Casi siempre me han tratado, en el curso de seis décadas, como a “un pobre extranjero de ojos verdes”, a quien se le debe marginar o serruchar el piso, sin importar la posible tendencia ideológica y la militancia política del que escribe estos renglones. Lo extraño es que en las últimas cuatro décadas me he considerado un mestizo, enamorado de Honduras hasta los huesos. Y muy respetuoso y querendón de los valores intelectuales del pasado regional, aun cuando establezca diferencias conceptuales, pues nunca he padecido, ni deseo padecer, del complejo del Edipo intelectual. Quizás por eso también (contrariando un poco lo anterior) he cosechado buenas y excelentes amistades “catrachas”, en el curso de una vida, cuyos nombres he destacado, espontáneamente, en diversos momentos.

Por cierto que los famosos escritores españoles “transterrados” produjeron lo mejor de la filosofía hispano-mexicana del siglo veinte. Veamos algunos nombres: José Gaos; María Zambrano y Eduardo Nicol, para sólo mencionar personalidades insoslayables que los hondureños pensantes debiéramos estudiar un poco. Todos ellos, y ella, establecieron alianzas e influencias con personajes nativos, de indiscutible reciedumbre cerebral, como Alfonso Reyes, Leopoldo Zea y Octavio Paz. Creo, por otra parte, que si aquellos pensadores españoles, exiliados y “transterrados” hubiesen venido a vivir a Honduras, creo, repito (y ojalá que me equivoque) casi nadie los hubiera tomado en cuenta, porque aquí la actividad pensante rigurosa provoca ciertas alergias. Y seguirá provocándolas quizás en los próximos doscientos años. Gracias a Dios que la mayoría de aquellos pensadores y filósofos españoles se fueron para México, y algunos otros para Argentina y Venezuela. Recuerdo que Ortega y Gasset estuvo viviendo un par de veces en Buenos Aires, aun cuando recibiera las burlas de algunos jóvenes escritores que se las pasaban de listos.

Estas confesiones personales e impersonales (muy preliminares por cierto) tienen que ver con el mundo nacional e internacional del siglo veinte, y los comienzos del veintiuno. Una época en la cual nos hemos asomado a los abismos de la destrucción humana, con posibilidades reales de autodestrucción de la especie del “Homo Sapiens Sapiens”, como en la crisis de los misiles atómicos del mes de octubre de 1962 (que pude experimentar en mi niñez tegucigalpense), con el agravante que tales abismos insondables continúan dibujándose en un presente cargado de nuevas maldades, fingimientos puritanos, inautenticidades personales y ambigüedades geopolíticas, mediante ideologías exageradas, racismos insospechados, fanatismos religiosos a ultranza, mentiras estratosféricas y menosprecios rampantes hacia países pequeños e indefensos, contra los cuales se puede ejercer impunemente cualquier agravio; o exagerar cualquier defecto nacional, con la posibilidad de destruirlos en pocas semanas, ya sea moral, militar o políticamente.

A pesar de mis enormes precariedades individuales, confío en el pensamiento humano trascendente: amoroso, imparcial y riguroso, el cual puede resurgir desde la misma cárcel (como en el caso de Miguel de Cervantes); o desde la destrucción de su propio Estado, como en el caso de los judíos de la Diáspora universal provocada sobre todo por el emperador Adriano, en Judea y Galilea, en el segundo siglo de nuestra era. Mientras tanto me refugio en el pensamiento confesional, solitario y a veces malherido, de San Agustín de Hipona, y del inolvidable médico, teólogo y filósofo itinerante Moshé Maimónides.