Para ganar legitimidad

Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Un buen gobierno, no debe permitir actos deleznables que le hagan perder legitimidad y control en su mandato. Por ejemplo, que sus funcionarios participen en actos de corrupción; que el sistema judicial sea benévolo con los corruptos -incluso, cuando los medios publican, con mucho pesar, la sospechosa dispensa-, o cuando elementos del orden utilizan la fuerza desmedida en contra de la ciudadanía. Las máculas en los entes estatales que se vuelven una institución cancerígena de insondable armazón, deterioran la voluntad del individuo, creando una especie de soledad, exclusión y abandono, ante la falta de un fuero constitucional donde los ciudadanos puedan canalizar sus frustraciones. Y ese sentido del abandono tiene un impacto de calculables daños a mediano y largo plazo. De todas maneras, la corrupción y los abusos no se eliminan de la noche a la mañana, ni por decreto ni apelando a las virtudes de los funcionarios del Estado, que, como sabemos, no se trata de ángeles ni querubines.

Pero este gobierno debe atender otro elemento organizacional no menos importante, que está carcomiendo la salvable efectividad que aún resta en los sistemas estatales, y que hace perder popularidad e imagen a la administración actual: se trata de los absolutismos que grupos de poder minoritario, han instaurado en las oficinas públicas, creando una especie de ateneos particulares que funcionan a manera de murallas chinas o de laberintos de Dédalo para los ciudadanos honrados que demandan efectividad y conveniencia en sus transacciones personales.

Como sabemos, los poderes del Estado se diluyen en la medida en que se desciende desde la alta gerencia hasta los puestos medios y operativos de la escala estructural pública. Los CEO estatales, es decir, los puestos ejecutivos del gobierno ya no tienen control sobre la maraña weberiana que se teje en cada oficina gubernamental, en forma de una red burocrática que funciona más como una “Cosa Nostra” que una oficina de servicios públicos. Y si el poder y la buena voluntad ejecutiva se diluyen, entonces los gerentes de menor categoría, conciben, en su muy peculiar manera de entender el Estado, la forma de gobernar a pequeña escala sin restricciones de ninguna especie.

Los funcionarios que gozan de algún poder en los entes estatales, van creando sus propios códigos de conductas, penalizaciones y estímulos. La justicia se reparte, ya no por méritos personales, sino por la adhesión incondicional del profesional al círculo del capo o el padrino todopoderoso, quien interpreta la ley de manera antojadiza, a pesar de lo explícito de la prescripción legal. La meritocracia que describía Max Weber ya no es más: los créditos ceden a la afinidad politiquera.

Las ventanillas para el público y la carrera civil para los funcionarios, es un verdadero dolor de cabeza para quien se atreva a navegar por las aguas institucionales del Estado. De nada sirve que el gobierno asuma de buena fe la cruzada de la efectividad transaccional, si los califas y los visires secretariales, entienden el poder de otra manera: lo conciben como una forma de repartir el poder, desatendiendo los estándares de servicio que reiteradamente exige el gobierno.

Si este gobierno establece los canales de satisfacción que midan la calidad operativa de los funcionarios en el servicio público, a través de los innumerables medios de conectividad que existen hoy en día, se encontrará con una veta rebosante de quejas y sugerencias que, en el futuro inmediato, podrán convertirse en formidables oportunidades de oro para ganar imagen y legitimidad ejecutiva. Y apoyo incondicional del público, desde luego.