Los bastiones de barro

Mientras Joaquín Orellana y José Flamenco bajaban del taxi, sus relojes marcaban las 3 y 10 de la tarde; era el último viernes de junio de 1970 y el verano estaba en su esplendor.

Entraron en el viejo Building, edificio de 5 pisos construido en el centro de North Adams, pequeño pueblo del estado de Massachussets. No utilizaron las gradas, subieron por el ascensor hasta la cuarta planta donde compartían la habitación y su alquiler, lo mismo el alimento que juntos preparaban.

Continuaron por el pasillo; José era un poco gordo y de natural rengueaba; ambos eran trigueños y de estatura mediana; Joaquín, de 55 de edad, era 5 años mayor; de cuerpo esmirriado y hablaba el inglés con agradable acento hispánico.

Caminaron por el largo pasillo, cansados, pues venían de hacer el relevo de trabajo desde las 5 de la mañana en la fábrica de tubos de aluminio – FifsterAluminum Company – ubicada en las afueras del poblado.

El taxi los transportaba ida y vuelta por contrato y no debían faltar caprichosamente a sus faenas, ya que sus vitales compromisos residían en Tegucigalpa.

Llegaron a su habitación, era amplia; disfrutaron de un café y luego dispusieron descansar. Transcurrían 20 minutos de reposo, cuando oyeron en somnolencia unos enérgicos toques en la puerta. José acudió a indagar. ¡Policía de migración! escuchó. Aquella voz resonó en sus corazones como una sentencia de muerte. Ante semejante respuesta, José abrió y, dos hombres jóvenes de talla recia enfundados en sus trajes, pistola en mano irrumpieron sin ningún respeto. Uno de ellos empujó a José contra la pared, “usted no se mueva de esa cama” amenazó el otro a Joaquín.

En tanto los interrogaban, un tercer agente policiaco entró; era corpulento, de buen porte y de unos 40 años; venía de investigar en un cuarto contiguo, acompañado de otro agente, a posibles inmigrantes indocumentados. El hombre echó un vistazo a todo el entorno para después fijarse en los dos obreros. Joaquín estaba sentado en el borde de la cama, y José en una silla, esposados.

“¿Qué decir de esto ustedes?” preguntó fácilmente en castellano. Sin evadir la mirada, José repuso con su habitual humildad: “ustedes mandan, hagan con nosotros lo que quieran”.

Aquel policía observó a sus compañeros de misión y seguidamente ordenó: Mike, Harry; llevémoslos a la comisaría, pero quítenles las esposas. ¡¿Por qué jefe?! – protestó uno de ellos.

“Estos hombres no son asesinos” (comenzó a explicar serenamente aquel jefe) – ellos vienen del país más pobre del mundo, a trabajar aquí para enviar dólares a sus familias, a fin de que éstas no mueran de hambre, porque ellos allá, aunque trabajen no ganan lo suficiente para vivir”.

[Estando en la comisaria, la oficina de Migración generosamente el concedió una semana y que marcharan a su país. No obstante, en ese lapso decidieron viajar a otro Estado y continuaron trabajando. En 1973, Joaquín, definitivamente regresó a Honduras, donde signado por la adversidad murió soterrado cuando su casa y otras, situadas en zonas de riesgo del barrio Casamata, fueron derrumbadas por la agresiva tormenta huracanada – FIFÍ- que azotó a nuestra nación a mediados de 1974.

José Flamenco se mantuvo en los Estados Unidos, hasta que en 1980 falleció por deficiencia cardiaca.

Francisco Caro
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