Somos criollo-mestizos

Por Segisfredo Infante

Al momento de comenzar a redactar este artículo, con serenidad y dolor, llueve tempestuosamente sobre Tegucigalpa y la zona sur del país, con inundaciones peligrosas y algunas tragedias familiares. Es como la repetición aparente de viejas tragedias.
Pues bien. El latinoamericano en general, y el hondureño en particular, se mira en el espejo de vidrio sin mirarse realmente a fondo. Si acaso el personaje “equis” se detuviera a mirarse a sí mismo, en forma desapasionada y reflexiva, nada narcisista, descubriría riquezas invaluables de sustratos étnicos, históricos y espirituales, que de repente lo dejarían en un primer momento anonadado. Luego, al reponerse de su autodescubrimiento espiritual, comenzaría a atalayar las potencialidades del futuro individual y colectivo, que además de ser occidentales bien podrían convertirse en universales, tal como lo proponía, con cierta dosis de ingenuidad y de chauvinismo, el educador y pensador mexicano don José Vasconcelos, con aquello de “la raza cósmica”, la cual habría de ser producto, sin embargo, del variado mestizaje que devino poco después del choque violento y confraternización entre españoles e indígenas, por la vía del cristianismo, bajo la modalidad del virreinato novohispano, que incluía a México y lo que ahora es América Central.

Todavía hay demasiados prejuicios, alimentados por una vieja “leyenda negra” de publicidad claramente antiespañola, para que aceptemos con dignidad (y con un mínimum de orgullo nacional) nuestra condición humana identitaria de criollo-mestizos. No se trata de un invento ni de un capricho ideológico-historiográfico. Basta con que cualquier latino se mire con detenimiento en el espejo interior de la verdad, para que descubra con vértigo sus características faciales y las distintas vertientes subterráneas de su constitución genética, procedentes de distintas partes del planeta. Se trata de una conjugación de las tres grandes razas: mongoloide, europoide y negroide, con las respectivas subdivisiones. En los casos de México y de Honduras son rastreables, en las fuentes históricas documentales de primera mano del largo periodo virreinal (y en varios libros respetables ya publicados en México y Guatemala), la presencia de los blancos españoles, de los sefarditas, de los indios nativos y de los primeros negros que fueron traídos de África a partir de las “Leyes Nuevas” que se suscribieron en 1542, en donde se prohibía tajantemente la esclavitud y los trabajos pesados de los indios. En Honduras conviene leer las aportaciones de Mario Felipe Martínez Castillo (QEPD); las investigaciones del joven historiador Libny R. Ventura Lara; mis propias investigaciones sobre el mestizaje en Choluteca, realizadas a mediados de los años ochentas del siglo próximo pasado; y los aportes de otros historiadores catrachos, nuevos y viejos. Sin olvidar, en este punto, que uno de los pioneros en el tema especial de los criollos y mestizos centroamericanos fue el guatemalteco don Severo Martínez Peláez, con una periodización histórica “estalinista” un tanto forzada.

Sin negar para nada la subsistencia de comunidades indígenas autóctonas, que son respetables en varios países latinoamericanos, la predominancia de la condición humana criollo-mestiza se torna en un fenómeno identitario irrebatible; incontestable. En primer lugar el idioma español que compartimos casi todos. Y que dicho sea de paso es el idioma que se ha oficializado en la mayor cantidad de países en todo el planeta. Luego la religión judeocristiana que es propia del Mundo Occidental, sobre todo en la versión católica, a pesar que algunos malos pastores, católicos y protestantes, violan mujeres y pervierten a los niños y preadolescentes, según confesión pública de ciertos obispos y cardenales de América y de Europa, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial. (Habría que analizar fríamente, imparcialmente, misericordiosamente, las particularidades de este grave problema, que socava las bases de nuestra Civilización Occidental).

El criollismo no apareció, de ninguna manera, en las vísperas de la Independencia, a pesar que los próceres de la misma (vestidos como abogados, sacerdotes o generales) eran españoles criollos nacidos en América. El espíritu y los intereses criollistas comenzaron casi inmediatamente después de iniciarse el periodo de “colonización”, aun cuando esta palabra moleste a ciertos historiadores sobrios como Ricardo Levene, autor del libro “Las Indias No eran Colonias”. Un solo ejemplo de criollismo primigenio lo encontramos en los descendientes del conquistador español don Pedro de Alvarado y Contreras, quien contrajo relaciones conyugales con la india “Doña Luisa” (“Tecuelhuetzin”), hija del príncipe tlaxcalteca “Xicohténcatl el Viejo”, con quien procreó un hijo y una hija. Después se casó con la española doña Beatriz de la Cueva. Para documentarse sobre los intereses de los criollos vale la pena releer los escritos del guatemalteco don  Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán (1643-1700), autor de la “Recordación Florida” y de los “Preceptos Historiales”.  También habría que estudiar la obra actual del británico John Lynch: “Las revoluciones hispanoamericanas 1808-1826”. En todo caso vale la pena confraternizar, sin prejuicios, con los primos hermanos españoles, con motivo de la “Fiesta Nacional de España”.