CONSERVAR LA MEMORIA

FRENTE a unas nuevas generaciones, poseedoras de diversas tendencias ideológicas y tecnológicas, algunas de ellas superficiales y cargadas de desinformación real, será preciso encontrar los mecanismos más apropiados para resguardar las informaciones imparciales acerca de los sucesos históricos positivos, ambiguos y negativos, que se escenificaron durante los siglos diecinueve, veinte y veintiuno, relacionados con la zigzagueante experiencia republicana, en sus momentos altos y en sus caídas negativas, a fin de manejar el equilibrio historiográfico.

Algunas naciones, de larga tradición, guardaron sus memorias individuales y colectivas en papiros y jarrones de arcilla custodiados en cuevas aparentemente inaccesibles, que se conservaron durante más de dos mil años, hasta fechas recientes. Otros pueblos determinaron esculpir en ladrillos, columnatas, en pórticos, arcos del triunfo, piedras de basalto y laminillas de bronce, sus informaciones más queridas, a fin de que pudieran subsistir frente a la acción corrosiva del tiempo, y ante los embates de culturas desfasadas y de civilizaciones francamente contrarias. Porque aun cuando los recién llegados destruyeran los edificios más representativos y las tablas que contenían los tesoros de las instituciones y de las tradiciones populares, algo de todo ello se salvaba en los basamentos arquitectónicos, y más tarde en los pedazos de piedra de basalto que servían para edificar nuevas construcciones. El caso de Roma es especial, ante la presencia avasalladora de las hordas barbáricas en los comienzos de la alta edad media. Los ejemplos al respecto podrían multiplicarse, como en el de la civilización maya del periodo posclásico, que aparentemente se autodestruyerron los caciques entre ellos mismos, mucho antes de la llegada de los españoles, pero de cuyo pasado sobrevivieron por los menos tres códices importantísimos, que al descifrarlos han servido para escudriñar toda la simbología maya, y de otras culturas sofisticadas de Mesoamérica.

El caso de Honduras es digno de atención. Algunos archivos municipales han sido quemados o destruidos por órdenes de los mismos alcaldes, ignorantes hasta la médula del hueso, pese a que en la actualidad existe una ley de conservación del patrimonio nacional, como en el pueblito minero de Santa Lucía y en otro municipio de Olancho. Pero quizás el ejemplo más lamentable en el capítulo de todos los siniestros ocurridos, fue el incendio del Archivo Eclesiástico de Comayagua, en donde se perdió casi toda la memoria hondureña del periodo colonial hasta el siglo diecinueve, sobre todo en la parte concerniente a los testamentos familiares y a los libros de bautizos, fuente primordial del mestizaje nacional y de la historia eclesiástica de la gobernación y del obispado de la provincia de Honduras.

Por otro lado, el actual Archivo Nacional, ha andado del “timbo al tambo”, en diferentes edificios y en diversas manos, con deterioros y pérdidas de documentos vitales, tanto del periodo colonial como del presente. Otro tanto podría decirse de la Hemeroteca Nacional, que aun cuando tiene en su nómina, o ha tenido, a algunos empleados voluntariosos y eficientes, exhibe un edifico demasiado pequeño y se han extraviado revistas y periódicos para siempre, que tal vez habría que irlos a conseguir o a rescatar, mediante fotocopias o microfilmes, a la Biblioteca del Congreso en Washington. O al archivo del “Foreign Office” de Inglaterra. Luego la Biblioteca Nacional pasa la mayor parte del tiempo cerrada; o con horarios de oficina; o en un infinito proceso de restauración. A renglón seguido habría que preguntarse por la sensata decisión gubernamental de instalar todos los más importantes archivos capitalinos en el ya viejo edificio del hermoso Palacio Nacional de Telecomunicaciones, en el contexto del “Bicentenario”.