El Estado antisuicida

Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Doña Doris Gutièrrez, diputada por el Partido Innovaciòn y Unidad, (PINU) de tendencia socialcristiana, ha sugerido a sus compañeros de cámara que el Estado intervenga para contener la avalancha de suicidios que se ha desatado en los últimos días en todo el país. Es decir, ella y sus compañeros han determinado ponerle un alto a la tragedia.

La propuesta nace, desde luego, de esa visión benefactora de los políticos visionarios, cuando un problema social surge imprevisible. Eso, por un lado. Por el otro, la intención guarda un carácter de “obligación moral” para proponer soluciones, ahí donde el resto de los mortales y las instituciones privadas se muestran incapaces para tratar asuntos que solo le competen al Estado.

Pues doña Doris, en su buena intención y preocupación como madre de la patria que es, ha sugerido tal propuesta sin imaginar los antecedentes, las causas y el impacto que el fenómeno social del suicidio lleva en sus entrañas. Pero eso es lo de menos: lo que cuenta es la voluntad, que viene siendo una virtud de la que deben estar revestidos los políticos profesionales. No es el conocimiento del mundo en sí, sino, la voluntad convertida en obras y en amores, según el parecer de los que dirigen el Estado.
Lo que ignoran los padres de la patria es que Emile Durkheim fue el pionero en estudiar este fenómeno. Durkheim sentó las bases de la teoría sociológica denominada “funcionalista”, que explica los comportamientos de las instituciones, en sociedades más o menos ordenadas como la norteamericana.

Fue este mismo francés que se adentró en el entresijo de fenómeno del suicidio, estableciendo comparaciones estadísticas, observaciones minuciosas y precintando las características sociales de todos aquellos que tomaron tan fatal determinación. Y, para sorpresa del sociólogo, los factores que impulsan al suicida a despedirse de este mundo no son individuales, sino contextuales o estructurales, como dicen los marxistas. Es decir, se trata de un fenómeno con todas las características de estar influido por el peso abrumador de los cambios sociales, con la consecuente alteración súbita de normas y valores tradicionales que el individuo debe reprocesar para adaptarse a un mundo cada vez más cambiante y desesperanzador. Más cambiante y desesperanzador que en los tiempos de nuestro francés, nos atreveríamos a decir.

Durkheim encontró que el suicidio, si bien cambia de propiedades de una sociedad a otra; o que las tasas bajan o suben, según los tiempos, no tuvo más remedio que deducir que las causas eran más bien “anómicas”, es decir, que existía un problema moral y de valores en la sociedad, a grado tal que los lazos de convivencia se volvían muy débiles o, simplemente, se rompían.
El problema es que las causas que promueven el suicidio, se han vuelto reacias a la indagación, y de muy difícil vinculación con los problemas morales de nuestras sociedades, a saber: la corrupción; la inseguridad, el futuro de las familias, el consumismo, el alza incontenible de los precios de bienes y servicios, en fin: una serie de circunstancias muy propias de nuestra era, que ha hecho presa del pánico al individuo del siglo XXI, y que Zygmunt Bauman ha referido muy detalladamente en su obra “En busca de la política”.

Está bien eso de crear conciencia en las iglesias, en los hogares, en la escuela y en los “spots” publicitarios que pagará el Estado con el dinero nuestro. Pero eso es remar contra la corriente, en tanto el sistema social no repare los grandes agravios institucionales que hoy mantienen en zozobra a los ciudadanos, en cuenta la política y los políticos, estimada doña Doris.