LUCIDEZ Y CALMA

ZV
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5 de mayo de 2024
/
12:38 am
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LUCIDEZ Y CALMA

QUIZÁS pedir dos cosas a un mismo lector, frente a un mundo en que se alternan la confusión, el desempleo, el hambre y la indigencia moral, con los conatos de violencia regional y mundial, es pedir demasiado. Pero nada se pierde con la sugerencia, pues al final de la tarde los hechos históricos han demostrado que las personas de posturas encontradas terminan por detenerse en el camino, a reflexionar y conciliar. Esto significa que tarde o temprano llega un momento de quiebre en que las sociedades se ven empujadas a dialogar y a ponerse de acuerdo consigo mismas y con los vecinos.

Un proverbio popular reza que “no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”. Sin embargo, podría tratarse de doscientos, quinientos o mil años, porque al final la acumulación de sucesos, las lecturas plurales y el cansancio, abren la posibilidad que la luz individual y colectiva aparezca en el camino nocturno, y que las agrupaciones humanas reflexionen y actúen con tranquilidad; o que los poderosos sucumban ante la evidencia de los hechos. O ante el aparecimiento de nuevos modelos civilizatorios. Esta es una especie de ley histórica universal irreversible.

Las sociedades milenarias tienden, con más frecuencia, a detenerse, autocriticarse y a cambiar gradualmente de rumbo. No se lanzan al vacío así por así. O en caso de cometer graves errores buscan la mejor manera de corregirlos sobre la marcha. Y al margen de la fuerza apabullante y de las jergas ensordecedoras de los altoparlantes reales o imaginarios, los pueblos milenaristas miran hacia atrás, al presente y hacia adelante, y al final sopesan sus valores identitarios (léase históricos y económicos) adoptando su propio destino.

Los pueblos jóvenes, en cambio, se empecinan en reproducir sus propios errores o en copiar, al pie de la letra, los yerros de otras sociedades distintas (y distantes). Muy pocas veces se detienen a reconsiderar sus andanzas o a vislumbrar los escasos aciertos del pasado lejano o reciente. La balanza para medir lo positivo y lo negativo de cada época histórica, la tienen “descodalada” o permanentemente desequilibrada. Se niegan a releer con lucidez y calma la totalidad de los sucesos zigzagueantes; y los binoculares que utilizan con el fin de atisbar el futuro, son oscuros del todo o tienen los lentes quebrados. A eso se debe, en un considerable porcentaje, el afán de caer en los agujeros por donde ya han transitado otros paisanos y sociedades circunvecinas. Algo de razón tenía aquel novelista suramericano que señalaba “la terquedad sin fin” de unos pueblos latinoamericanos condenados a repetir sus “cien años de soledad”, en una u otra dirección, como sería pertinente agregar.

En Honduras hay problemas de toda especie. Es imposible esconder, por ejemplo, las quiebras financieras y cosecheras de varias empresas agroexportadoras. O el deseo de otros empresarios de marcharse del país en contra de su voluntad, en tanto que ellos habían apostado en favor del presente y del futuro de Honduras. No es descartable que en fechas posteriores vayamos a rogarles que regresen al país o que los pequeños y medianos productores locales reactiven sus empresas, sean grandes, medianas o pequeñas.

No es posible, finalmente, esconder el desempleo creciente y las oleadas migratorias que desde hace varios quinquenios han venido despoblando barriadas, aldeas y caseríos, mermando las posibilidades de mano de obra estacional cafetalera y azucarera. Necesitamos detenernos a considerar la posibilidad de organizar un consejo de ancianos despolitizados, que aporten ideas luminosas y vinculantes en pro del desarrollo integral.

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