¿Una nueva Constitución?

Por Edmundo Orellana
Catedrático universitario

Nuestra Constitución no surge de las circunstancias finiseculares que marcaron la época en la que se desarrolló el proceso constituyente. La Asamblea Nacional Constituyente, simplemente, fusionó las dos constituciones anteriores, la de 1957 y la de 1965, sin considerar las ideas que imperaban en ese momento.

Tampoco se preocupó por identificar las diferencias entre estas constituciones, por lo que el resultado fue un amasijo de contradicciones, agudizadas por la excesiva normativa de carácter reglamentario. Pero lo más cuestionable es que no se trata de un marco normativo, en el que fluye holgadamente la dinámica política, social, económica y cultural del país, sino de una prisión, tras cuyas indestructibles rejas guarda prisión un pueblo.

Los pétreos, además de no responder a la realidad del país, impiden, de modo absoluto, que el pueblo hondureño adecúe, pacíficamente, la Constitución a la dinámica de su desarrollo, pero cuando es inevitable hacerlo, la viola invariablemente. El territorio nacional actual, por ejemplo, no es el descrito en la Constitución, porque fue modificado por actos jurídicos (las sentencias de la Corte Internacional de Justicia) y por los elementos naturales (el Mitch). Por otra parte, las necesarias reformas a la Constitución, consecuencia ineluctable de la dinámica de la modernización de la sociedad hondureña, solo han sido posible violando los pétreos, lo que no han dudado hacer, cuando las circunstancias lo exigen; ese es el caso de la incorporación del plebiscito y del referéndum en un artículo que, por referirse a la forma de gobierno, es pétreo; como lo es el que se refiere a la prohibición de ser Presidente, del que se suprimió, inconstitucionalmente, la figura del Jefe de las Fuerzas Armadas -pivote fundamental de la autonomía de estas-, violación sin la cual no se habría suprimido su autonomía ni logrado su incorporación al régimen civil. Y los ejemplos pueden seguir indefinidamente.

Son tantos los problemas que presenta, que las reformas aprobadas para resolverlos integran un cuerpo muy superior al del texto original. Es, por mucho, la ley más reformada.

Necesitamos, pues, una Constitución moderna, que ofrezca un marco, no opresivo, sino de referencia, dentro del que fluyan pacíficamente las modernas tendencias sociales, políticas, económicas, jurídicas y culturales, que trae consigo la globalización, cuyos límites, no funcionen como muros infranqueables de una prisión, sino como un horizonte, que se ensanche a cada paso del pueblo avanzando hacia su pleno desarrollo.

Los insumos para su confección deben provenir de nuestra realidad, pero también de las tendencias vanguardistas del constitucionalismo contemporáneo, para garantizar su congruencia con nuestra dinámica y la que impulsa la globalización, bajo una normativa que responda a los estándares internacionales. En este punto, la academia puede ofrecer invalorables aportaciones, por lo que la Maestría de Derecho Constitucional, impartida, en el marco de la UNAH, por la Universidad de Valencia, es la plataforma ideal para ello.

No obstante, la nueva Constitución no sería auténtica ni real, si no participa directamente el pueblo hondureño, en dos etapas. La primera, mediante representantes electos a la respectiva Asamblea Nacional Constituyente, con la misión de discutir y aprobar el texto definitivo de la Constitución; la segunda, aprobando directa y personalmente el texto constitucional, mediante el respectivo referéndum.

La necesidad de una nueva Constitución es hoy indiscutible. Hasta los más enconados enemigos de la idea, responsables de la locura del 2009, reconocen su inminencia. Es, sin embargo, una tarea que demanda mucha responsabilidad, entrega, seriedad, diligencia y, sobre todo capacidad para abordar los temas. Se requiere, entonces, que los futuros constituyentes tengan conciencia de su deber, disposición de cumplirlo e idoneidad para ello, cualidades que parecen estar ausentes del actual Congreso de diputados.