SIEMPRE al comenzar un año el gobierno debe tomar medidas para revitalizar el ánimo. Una de ellas es el cambio del gabinete. Es una decisión oportuna separar lo político de lo administrativo. Tanto porque ocupa gente dedicada a tiempo completo a las tareas proselitistas y al manejo de la campaña del partido de gobierno, como que los funcionarios públicos no distraigan sus obligaciones en otros menesteres. La dinámica gubernamental depende de la agilidad de los funcionarios públicos. Habrá, entre ellos, los comodines. Multiusos para distintas tareas. O los hiperactivos que no duermen ni en horas de la noche. Sin embargo hay otros que ya lucen agotados. Si muchas cosas se empantanan –al prójimo le toca esperar hoy, mañana, pasado mañana, la próxima semana o el mes que viene, para que le resuelvan un trámite sencillo– por lentitud de la burocracia, ni imaginarse cuando el jefe de la oficina pierde las ganas de trabajar porque se acomodó a la chamba.
Las sacudidas tienen la ventaja de devolver la esperanza a la afición. Si hay algo que la gente juzga que anda mal, se presume que quien venga lo pueda enderezar o hacer mejor. Ello es si no se trata solo de enviar a sus nuevas responsabilidades a los políticos que van a operar la campaña –por lo general los más capaces, cercanos y fieles empujadores del proyecto– sino de sustituir también a los cansados. A aquellos que comenzaron motivados pero, después de tres largos años disfrutando, no sean tan diligentes como al inicio. Los que siguen al mismo ritmo con que empezaron y realizando buena labor, ni cosa mejor, que continúen. Los nuevos que llegan, a veces, entran con ansias de quitar o deshacer todo lo que dejó el anterior. Y ya no hay espacio para eso. Se puede reorientar, reacomodar, reencauzar sobre la marcha. Pero ya no ajusta el tiempo para comenzar de nuevo. Van a necesitar funcionarios que aparte de contribuir a las buenas obras no sean apagados cuando les toque salir a los medios de comunicación a informar sobre la labor emprendida. Cierto que la doctrina reza “por las obras los conoceréis”. Una sentencia legítima. Pero nada se pierde con el manejo de una buena comunicación. No solo se trata de lo que sea la realidad sino de la forma en que se percibe. Pocas cosas se venden sin promoción o sin publicidad. Menos cuando haya grupos intentando distorsionar las acciones del gobierno, cada cual en pos de sus propios intereses.
Por supuesto que la democracia requiere de los pesos y contrapesos. De los balances que canalicen la denuncia, la libertad de expresarse y atajar, si los hubiere, abusos del poder. En el sistema la obligación de proyectar la imagen gubernamental recae en los funcionarios que están en los puestos públicos. Con mudos que no informen sobre las labores desarrolladas o prefieran –para no quemarse– dejarle al Presidente la carga de defender su gestión, quién sabe si salgan bien librados. Sobre todo ahora que los políticos recrudecen en la crítica. Quizás les convenga, además, una reevaluación de los tecnócratas como una revisión de decisiones que pudieran estar afectando el espíritu en el electorado. Por ejemplo, esas políticas de la devaluación del lempira –siguiendo al pie de la letra instrucciones del FMI al que poco le interesa la estabilidad política y social de país– que encarecen todo lo importado provocando que suba el precio de las gasolinas y de repente de las tarifas de la energía eléctrica. Volviendo al tema de los dos equipos. En términos generales, el amable público lo percibe como acertada decisión.