El Ketman latinoamericano

Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)
El Ketman es una condición personal, o más bien, una forma de vida que la gente, en los regímenes totalitarios, echa mano, fingiendo estar de acuerdo con todo lo que el poder prescribe para sus ciudadanos. Es un disimulo o un engaño que se practica todos los días, para poder sobrevivir, mientras les dure la vida o, al menos, mientras se mantenga un régimen en el poder de una nación.
Quien ha echado mano de la acepción, o más bien de la analogía, ha sido el escritor y disidente lituano-polaco, Czeslaw Milosz, premio Nobel de Literatura de 1980, en su libro El pensamiento cautivo. En tan magnánima obra, Milosz utiliza el término para describir todo el fenómeno social, acerca de la apología y los panegíricos que los individuos diseñan para quedar bien con el poder, y no perder su estatus o el reconocimiento como súbditos leales al régimen. Normalmente, el Ketman se vive de manera personal, cotidianamente, ejerciendo nuestras funciones sociales, en clara alineación con algunos preceptos ideológicos o ciertos ideales que el poder exige para mantener a todos sus integrantes conjuntados bajo formas de actuación cuasi robóticas y programadas. Milosz le llama a esos fundamentos doctrinarios, la Nueva Fe.
Las sociedades comunistas son el mejor ejemplo, desde luego, pero también, hoy en día, esa fe se ha puesto muy de moda en algunos países de nuestro continente, donde la tendencia a seguir es una forma de control total sobre los medios de comunicación o sobre los canales de expresión popular, que no sean los que, los mismos regímenes disponen bajo ciertas reglas de actuación ya condicionadas.
Cualquiera creería que la lealtad al poder es una condición no solo socialmente aceptada, sino también exigida para cada miembro de la sociedad, bajo la premisa que la estabilidad y el orden se logran, solamente si cada ciudadano demuestra su apego a las normas de convivencia y a la conformidad con los mandatos que el sistema demanda a sus gobernados. Dentro de una democracia –al menos en lo que más se parezca a ello-, esto se logra de manera psicológica, en libre albedrío, pero con la conciencia plena de nuestros derechos y deberes, sobre los cuales, los desacuerdos con un régimen, pueden expresarse bajo ciertos parámetros de convivencia y respeto, en ese ir y venir que, normalmente denominamos como libertad de expresión.
Bajo un sistema que atemoriza, o que inspira temor por la maquinaria arrolladora con la que maneja su presencia en la vida nacional, la alineación incondicional de intelectuales, periodistas, escritores y profesionales, en general, se da, o en forma bastante descarada –constatarlo en los portales cubanos-, o solapadamente como en muchos países, incluso como en el nuestro, donde la alabanza se puede medir en las referencias hacia determinados partidos o personajes políticos, bajo la forma de una crítica “soft” incongruente con la lógica, y que auspicia la permisividad y el contubernio más desvergonzado, incluso con la corrupción.
El mejor premio para un gobierno autoritario y represivo –o para cualquier otro-, es el de disponer de una armadura mediática que garantice que los desbordes y los actos lesa humanidad, puedan ser aplaudidos y glorificados impidiendo, incluso, la formación de una opinión pública que haga las veces de oposición a los caprichos políticos.
Y lo que no deja de provocar náuseas, es la colusión de los más “sabios” que, como bien decían los griegos, a diferencia del común de las personas, pueden ver la realidad en toda su extensión, forma y color, pero, desgraciadamente, la traducen con otro talante, recibiendo los loores del poder y desvirtuando al mismo tiempo, la opinión de los ciudadanos: en palabras más sencillas, lo que hacen es ponerle gafas rosas al lego.
A pesar de que sus ideales sean otros, a pesar de que perciben la realidad de las cosas en todo su esplendor, el practicante del Ketman latinoamericano, el intelectual, o lo que más se parezca a uno, se desliga de su propia espiritualidad, se extraña o se aliena -como decían los viejos marxistas-, a su propio ser, cuando se arrellana en los brazos abiertos de aquel poder que le otorga, a cambio de sus panegíricos de su alabanza e idolatría –fingida, lo sabemos-, la dádiva y las mercedes en forma de monedas o en forma de reconocimiento moral. Porque no hay nada peor para el intelectual, que el ostracismo y la pérdida de los honores; y no hay nada que lo engalane y le otorgue millas de placer, que la gratitud por su obra, sea esta de pésima calidad o tan cursi como una columna periodística de adulación extrema.
Buena parte de la miseria social y de los abusos cometidos por los regímenes latinoamericanos provienen, en gran medida, de los panegiristas que hacen de su obra reflexiva, lisonja y contubernio con el poder para mantenerse en la palestra pública el mayor tiempo posible, gozando de todas las prerrogativas del régimen por lo menos durante un tiempo mayor de lo que pueda durar un funcionario público, según decía Milosz.