HOY, consumado el ambicioso proyecto de lanzar LTV –LA TRIBUNA Televisión– adicionando un nuevo miembro a la extensa familia de medios de comunicación con que ya cuenta el pueblo hondureño, tenemos una confesión que compartir con ustedes: Durante mucho tiempo estuvimos sopesando la conveniencia de emprender tan gigantesca tarea, considerando no solo la diversidad de opciones disponibles al auditorio sino la utilidad para el país. Sin embargo, no deja de ser motivo de inquietud hasta dónde la persona se informa adecuadamente, pese a la abundancia de fuentes informativas y de distracción a su alcance. ¿Qué tanta profundidad o veracidad tiene la información que recibe? O hasta ponderar ¿qué tanto interés despierta el apetito de saber, de conocer, de indagar, de instruirse a través de los medios convencionales, si una espesa nube de personas no se resisten a la frívola tentación hipnótica que sobre ellos ejercen los aparatitos digitales que han revolucionado la comunicación y hasta las relaciones personales? Sin embargo, hechas las anteriores consideraciones, que no dejan de preocupar, influyeron en la decisión aspectos ineludibles a la vida de nuestro país. Pensamos que los pesos y contrapesos son esenciales para que la democracia funcione como sistema de bienestar colectivo. Reflexionamos sobre las libertades intrínsecas e imprescindibles para no perder tantas otras conquistas civiles y políticas que, mientras se tienen, se dan como valor asumido. Entre ellas la relativa estabilidad, paz y armonía social sin las cuales los pueblos no tendrían posibilidad de avance alguno. Sin la argamasa de una prensa independiente no hay equilibrio posible en la construcción de la sociedad. Bajo ese convencimiento tomamos la decisión de seguir adelante con LTV. Hay una lectura imborrable que nos influenció a incursionar en estas maravillosas como embravecidas aguas del periodismo: Costó encontrar casa editora que quisiese publicar “Rebelión en la granja”, obra clásica –leída por niños y adultos– que trasciende el paso del tiempo. El medio la juzgaba no apta a la epidermis de la época. Nadie –en el ámbito plural de los aliados, mientras se libraba la segunda guerra mundial– quería indisponer a la Rusia de Stalin, o denunciar su estilo totalitario y represivo de gobierno. Muchos que tuvieron acceso al manuscrito lo consideraron magnífico pero impolítico para el momento. El renombrado crítico inglés T.S. Eliot encomió la narración pero no recomendaba que saliera a la luz pública: “Estamos de acuerdo –argumentaba– en que la novela es una destacada obra literaria y que la fábula está muy inteligentemente llevada gracias a una habilidad narrativa que descansa en su propia sencillez, cosa que muy pocos autores habían logrado desde Gulliver”. Sin embargo argüía: “No estamos convencidos que esto sea el correcto punto de vista desde el que criticar la situación política del tiempo presente”. La primera edición apareció sin las páginas de lo que se presume el prólogo del autor, sobre la “Libertad de Prensa”. El ensayo es, quizás, la expresión más vibrante en defensa de las libertades de prensa y de expresión. Orwell en su inédito escrito sostiene que la cobardía es una amenaza tan grande para la libertad como la autocensura: “Libertad –vaya frase memorable– significa el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”. Hoy, más que nunca, hay un nuevo reto a la desafiante función de informar. Haciéndolo, muy a pesar de cierta indolencia que pareciese ponerse en boga. Nos referimos al impulso de privilegiar lo vacío sobre la información o el criterio orientador. A propósito de la insuficiencia que sufre el individuo al estar desinformado, una conocida cita anónima: “La información es poder”. Bien puede ser una deducción tomada de innumerables ejemplos que ofrece la historia, resumidos en este otro pensamiento: “Quien tiene el saber, tiene el poder”.]]>
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