UN FOSFORITO TRAVIESO

EL voraz incendio en El Hatillo, que alarmó no solo a los vecinos del lugar sino a todos los capitalinos, es una alerta de lo que nos está ocurriendo y premonitorio de peores desgracias. Estos últimos días la calor ha sido insoportable. Las crepitantes zacateras –con “quemas controladas” para que cualquier boca abierta provoque una calamidad– mantienen al Distrito Central cubierto de una tóxica capa de humo. El Hatillo unas décadas atrás era atractivo paseo campestre de fines de semana. Hoy, ocupado por los “ricos y famosos” es un complejo residencial densamente poblado. Apenas unas horas antes del siniestro en ese pulmón de la ciudad, lamentábamos cómo la sufrida capital progresivamente evidencia síntomas de calcinación. El crecimiento desordenado de la ciudad eventualmente acabó con kilométricas extensiones de campo verde como de frondosa floresta.
El concreto y el asfalto, la invasión de estructuras de hierro y cemento sin adecuada planificación, se encargaron de hacer desaparecer grandes superficies de tierra repleta de bosque. La despiadada deforestación ha provocado daño irreversible a las cuencas de agua. La metrópoli que a lo largo de los años ha cargado con todo el flujo migratorio del área rural, de compatriotas que llegan en busca de trabajo, con poca vegetación interna, ha quedado capturada en medio de cerros pelados. Ello tanto por la indolencia –pública y particular–, la falta de interés de las muchas autoridades edilicias que hemos tenido de mantener áreas verdes, como por descuido de vecinos indiferentes. Así que a nadie debe extrañar esa insoportable escasez de agua aparejada de los bestiales racionamientos durante todo el año. El resto de la historia es igual de triste. Narra que debido a la pobreza de los nuevos habitantes en la capital, estos se vieron obligados a cortar árboles para convertirlos en leña para sus fogones y para levantar la construcción de sus viviendas. Lo que ya era crítico se agravó. El bosque que durante muchos años fue bello paisaje, motivo de orgullo nacional –patrimonio envidiable que nos cayó como regalo divino de la naturaleza– acabó reducido por el serrucho y las quemas a pequeñas reservas protegidas. Lo que aún queda de la abundancia de ayer, de pronto fue atacado por una plaga. El gorgojo descortezador. Cuando el problema fue detectado y apenas iniciaba perfectamente pudo haber sido mitigado. Sin embargo la desidia de la autoridad permitió que aquello proliferara. Se reportaban casos de contaminación, pero la burocracia perezosa empapelaba por meses los permisos solicitados para cortar los árboles dañados.
Hasta que un día remoto y distante advirtieron tenebrosas protuberancias de pinos color café decidieron que era menester ir a despertar de su profundo sueño a los burócratas dormidos. Comenzaron los operativos derribando, en extensas zonas, árboles enfermos como los no infestados a su alrededor, para evitar que el gorgojo continuara su alevosa propagación. Los árboles secos tumbados, son leña, descuidadamente regada, solo esperando un fosforito travieso para encender una infernal fogata. Ahora –después del trueno, Jesús María– andan buscando, hasta ofreciendo recompensa, a los pirómanos del incendio de El Hatillo. Aseguran que fue “mano criminal”. Queda el consuelo, entonces, de detener a los responsables. Sin embargo una inquietud: ¿Mientras el país arde, cuántos pirómanos, a la fecha, han logrado capturar culpables de encender la mecha?