TRADICIÓN Y LEYENDA

Por: Roberto Ramón Reyes-Mazzoni

Hablar de leyendas y tradiciones nos lleva a dos situaciones distintas. Si hacemos referencia a la tradición, se trata ante todos, de elementos culturales materiales e inmateriales, que son considerados valiosos o acertados por la mayoría de los integrantes de un grupo, que puede ser mayoritario o minoritario en la sociedad, que  considera conveniente transmitirlos de generación en generación. Se transmite oralmente, por escrito o por mera imitación. Esa aceptación no necesariamente es consciente, aunque  de alguna manera se procura reforzar la consciencia de la misma.

Las tradiciones no son estáticas y las sociedades las modifican o las desechan. Pero, mientras se mantienen vigentes, se consideran como algo positivo tanto para la identidad colectiva como para la individual. Son parte del ser, de lo que se es. Si bien hoy en día se tiende a restringir el significado de la tradición a lo pasado, también hay acciones actuales que pueden convertirse en tradiciones futuras. Pongamos por caso, en Honduras y otras partes de Centroamérica, la vestimenta de algunos grupos indígenas los identificaba con un  determinado grupo o pueblo en la época colonial. En ese tiempo también servía para controlar sus movimientos y evitar que abandonaran sus pueblos. Hoy ya no cumple esa función, pero por ser  la vestimenta tradicional incluso personas ajenas a esas etnias la usan, y en cambio muchos de los que pertenecen a los pueblos originarios (a veces llamados también amerindios) han dejado de usarlas al trasladarse a las ciudades.

Igual ocurre con la danza. Cuando se observan grupos que bailan un sique, se supone que la vestimenta (elemento material) es la tradicional, pero también es tradicional la música (elemento auditivo) así como los pasos de los  bailes (los movimientos tradicionales, el aspecto de la kinética). En algunos casos puede suceder que se modifique una parte de la tradición; debe entenderse que, por ser parte de una cultura, se trata de algo con vida en el tiempo, es modificado, adaptado a las nuevas circunstancias del pueblo que la conserva. No obstante,  el mero hecho de conservarla hace que a su vez influya en el pensamiento y visión actuales del mundo y con respecto a sí mismas que tienen las personas.

Quizás la tradición culinaria de Honduras es una de las mejores evidencias de la adaptación de la tradición a las condiciones actuales.

El caso de la tortilla de maíz es una tradición vigente y muy generalizada. Pero a la vez tiene vertientes regionales, pues la tortilla de Santa Bárbara no es igual a la del centro de Honduras. A la vez, no es excluyente, quien la come también puede preferir comer pan en algún momento. Sin embargo, moler el maíz en una piedra de moler para hacer la masa ya no es parte de esta tradición, excepto en algunas comunidades muy aisladas,   Aunque nunca es igual de sabrosa, nadie puede obligar a otra persona a que use una piedra de moler y prepare la masa de maíz tal como lo hacían nuestros antepasados. No por esto deja la tortilla de ser una importante tradición culinaria de Honduras: “Dime lo que comes y te diré quién eres.”  Por lo tanto, la tradición no es algo estático. Es bueno que no lo sea. Lo malo es cuando se le hacen cambios sin ton ni son, y se tratan de imponer esos cambios. Nadie prohibió usar las piedras de moler para hacer la masa de la tortilla. Las personas que integraban la comunidad llevaron a cabo ese cambio adaptándose a las nuevas circunstancias.

Incluso tradiciones religiosas, como las procesiones de Semana Santa en Comayagua o en Tegucigalpa, aunque en lo religioso inmutables, no serían reconocidas por alguien del siglo XVIII. En esa época, llegar a participar en ellas o ir a verlas solo  por turismo hubiera sido impensable. Habrían expulsado a los foráneos. A nadie se le ocurriría hoy en día, en aras de conservar “pura” la tradición, prohibir la asistencia de turistas. Más bien se le promueve. Por supuesto, por ser también una manifestación religiosa y no solo una tradición, hay límites sobre el comportamiento.

Hay personas que defienden a ultranza las tradiciones; en el otro extremo están los que las consideran vestigios de un pasado superado. Los primeros a veces quisieran vivir en el pasado; los segundos quisieran acabar con todo vestigio tradicional. Sin embargo, hay algo obvio: una tradición vigente en la actualidad, forma parte de nuestro entramado social, no es algo muerto, es parte de la vida de una cultura. Su significado y función para nosotros, quizá sean parecidas a las que tenían en el pasado, pero no son iguales. Quizás parezcan inútiles. Sin embargo, pueden tener funciones inconscientes, o ser parte de actitudes más amplias. Frente a la presión de culturas tecnológicamente avanzadas, y del poder del dinero en la toma de decisiones, quizás queramos defender nuestra propia cultura, las propias raíces que penetran en los suelos fértiles de la historia. No es que -como decía Cicerón- la historia sea la maestra de la vida (historia, magister vitae), sino que, más bien, la historia es parte de nuestro presente, en ella se incorporan fragmentos de la tradición y forman parte de nuestra realidad, adaptándola a veces en forma correcta y en otras tergiversándola, por ejemplo, la esencia totalmente maya de la historia prehispánica de Honduras, cuando en realidad aquí vivieron pueblos de muy diferentes etnias. En ocasiones se alaba al indígena desaparecido, y se cierran los ojos ante los indígenas presentes, los que ameritan atención a su situación actual.

La defensa de la tradición tiende a veces a ser purista, en tanto que en otras ocasiones se engloba en la defensa de valores nacionales más generales. Quienes la rechazan, en ocasiones lo hacen por el mero pretexto de ser modernos. Pero la modernidad y la tradición pueden coexistir, aunque esta última ya no se muestre en su forma original.  En Europa se promueve mucho la conservación de sus tradiciones.

No se trata de querer acabar o quitar valor a la tradición en defensa de una falsa modernidad; tampoco se trata de oponerse a todo cambio. Lo que se hace es crear constantemente una nueva sociedad que no es igual a la de hace diez años y no será igual a la que tengamos dentro de diez años. Respecto a las posiciones en defensa de la tradición y los que no le dan importancia y la desconocen, puede decirse que lo importante es la tolerancia a las ideas del otro. Parafraseando a John Stuart Mill, “mientras uno solo esté en desacuerdo con los demás, aunque yo no comparta sus ideas, defenderé su derecho a expresarlas”. Ser tolerante no implica carecer de opiniones propias, sino respeto al derecho de los otros a expresar sus propias opiniones aunque sean diferentes a la propia. Tampoco implica el relativismo absoluto. La verdad, o la aproximación a ella, existe; también existen el error, la equivocación y la falsedad; lo transparente y lo oscuro, la claridad y la tergiversación, lo bueno y lo malo.