El barroco de allá y de acá

Por Segisfredo Infante

Cuando se utiliza este concepto artístico las personas en general, y sobre todo las gentes de nuestras tierras marginales, parecen desconcertarse. Quizás por desconocimiento de la historia del arte y del pensamiento barroco de la Europa moderna; o quizás por algunas evidencias “intimidantes” de arquitectura eclesiástica, incluso en las provincias, audiencias y virreinatos de casi toda América Latina, como las muestras maravillosas que se conservan en Santo Domingo, México, Perú, Ecuador y Colombia. (Poseo, desde luego, muy poco conocimiento del arte colonial de Brasil). Cuando conocí la iglesia catedral que se encuentra frente al “Zócalo” de la capital mexicana, quedé sobrecogido frente a la monumentalidad pavorosa de un auténtico barroco hispanoamericano, a pesar que ya conocía el barroco europeo, tanto eclesiástico como civil.

En el plano teorético, fue mi profesor universitario el doctor Mario Felipe Martínez Castillo (QEPD), quien me llevó de la mano por los senderos del “arte colonial” hispánico; pero, sobre todo, por el arte colonial, especialmente barroco, que a pesar de los pesares ha existido y sigue subsistiendo en Honduras. “Don Mario Felipe” era amigo personal mío y de algunos de mis hijos e hijas, razón por la cual conversamos fuera de las aulas (en su casa como en las viejas cafeterías típicas) en innumerables ocasiones. Las conversaciones eran sabrosas, respetuosas y trasparentes. Y le aplaudíamos sus éxitos, espontáneamente, sin ninguna mezquindad. Nosotros le publicamos, además, su libro singular “Cuatro Centros de Arte Colonial Provinciano Hispano-Criollo en Honduras”, que se vuelve indispensable para todos aquellos historiadores y profanos interesados en conocer la fragua cultural mestiza de la mayor parte poblacional de nuestros paisanos catrachos.

En la segunda mitad de los años ochentas, como lo he relatado una docena de veces, realicé un viaje por varias ciudades de Suiza, en donde pude contemplar con detenimiento todas las muestras posibles de los artes “románico”, gótico, renacentista y del esplendoroso y todavía incomprendido barroco. Recuerdo que tanto en la Abadía de San Galen, como en una ciudad del sur de Alemania, en las proximidades del Lago de “Constanz” o “Bodensee”, me acosté en el piso para poder apreciar mejor los decorados barrocos de las cúpulas y techos de por lo menos dos o tres iglesias. Quizás por eso mi amiga Úrsula Artho me hizo llegar, en el año dos mil, un voluminoso libro de la historia casi completa, súper-ilustrada, del “Barroco” en su arquitectura, su escultura y en la rama pictórica, en donde se destaca que algunos de los mejores pintores europeos, y de la esfera mundial, fueron barrocos, como el italiano Michenlangelo Da Caravaggio, el español Diego de Silva y Velásquez, y los artistas de los Países Bajos como Peter Paul Rubens y Rembrandt Harmenszoon van Rijn. También se puede apreciar en las páginas del libro enviado desde Suiza, el equilibrio estilístico entre lo clásico y lo barroco del “Palacio de Versalles”, en las cercanías de París. En este palacio se ha de haber inspirado Rubén Darío, a la distancia, para escribir algunas de sus mejores pirotecnias poéticas modernistas, incluyendo el concepto de la “Armonía”. Ahora mismo recuerdo haber compartido con el escritor Enrique Cardona Chapas el libro “Barroco y Clasicismo”, de Víctor L. Tapie.

En América Latina el arte barroco, en sus diversas etapas, se halla entrecruzado con el arte renacentista español y con el neoclasicismo, con fuertes ingredientes criollistas e indigenistas, y con posibles motivos masónicos como en la Iglesia de San Manuel de Colohete, en el occidente de Honduras, según los estudios del joven historiador sefardita Libny Rodrigo Ventura Lara. Es evidente que en este artículo hemos dado apenas el primer paso, para más tarde, Dios mediante, abordar con seriedad el tema del barroquismo en el arte, la literatura y el pensamiento europeo y latinoamericano. En nuestro caso Rubén Darío adoptó mucho del lenguaje barroco del poeta castellano don Luis de Góngora y Argote. Y la generación de poetas españoles del año “veintisiete” del siglo veinte, estuvo influida, en parte, tal como lo esboza José Antonio Funes, por Rubén Darío. Parejamente, añadiríamos nosotros, por la aparentemente difícil poesía gongorina. En el plano filosófico yo he percibido al gran pensador alemán Guillermo Hegel, como un escritor que redactaba su discurso con morosidades sintácticas barrocas, con pocas elegancias llamativas, pero con un pensamiento profundo. No redacciones góticas, como hubiese sido lo natural en un filósofo germánico. Así que repito: Esta es, solamente, la primera grada de mi discurso.