Dos siglos de la Alcaldía que erigió el puente Mallol

Por Óscar Armando Valladares

Evocamos la figura de Narciso Mallol, súbdito peninsular radicado en Tegucigalpa -hará doscientos años- con el rango de alcalde mayor de la entonces Villa de San Miguel y Heredia. Había ejercido similares funciones, primero en Totonicapán, después en Quezaltenango. En Totonicapán participó en el caso del indígena Manuel Paz, a quien se achacaba el delito de infidencia, por denuncia de un religioso. En 1812 la real sala del crimen ordenó al alcalde dejarlo en libertad.

En Tegucigalpa asumió funciones el 6 de diciembre de 1817. Simón Gutiérrez, su predecesor, estuvo involucrado en el propósito de construir un puente sobre el río Grande, aspiración que, desde tiempos de Pedro Mártir de Zelaya, veníase acariciando por lo imperioso de trazar un acceso de Tegucigalpa a Comayagüela y viceversa.

Un plano del señor José María Borjas sirvió para que el teniente coronel e ingeniero Juan Bautista Jáuregui, hiciera el diseño final en noviembre de 1816. A partir de enero comenzó la busca del financiamiento oficial y parejamente el aporte del vecindario pudiente. Imprevisiblemente -según el historiador Rómulo E. Durón- el 31 de octubre un torrencial aguacero, “no visto en 1762 ni en 1771”, arrastró una galera y parte de la piedra y arena acopiadas en ella, lo mismo que la hamaca de alfajías de madera de mora y de cables de mezcal provistos de grandes goznes de hierro que servía de pasaje precario entre ambas comunidades.

Con todo, como señala Durón, el alcalde Mallol contaba con el plano, materiales y algunos fondos con qué poner manos al puente. Por lo que a principios de enero de 1918 iniciaron en forma los trabajos; de modo que, en el lapso de cien días, se habían levantado ocho de los bastiones o apoyos de piedra, de los diez que darían sustento a la arcada y al paso, el cual por lo pronto se estructuró de madera, entrando así en servicio, con una longitud de más de ochenta varas y pasamanos igualmente de madera.

Hubo naturalmente crueles castigos y trabajos forzados, en perjuicio de los peones de Comayagüela, a despecho de lo cual la obra siguió su curso bajo la dirección de José Mejía Rojas y los maestros Miguel Rafael Valladares y Diego Monroy; aunque por la irregularidad de los fondos la conclusión del puente tuvo lugar en 1822, algunos meses más tarde del óbito del alcalde -que sufría de tuberculosis- ocurrido el 6 de marzo de 1821. A poco de inaugurado, la fuerza de un aluvión reventó dos de los arcos más próximos a Comayagüela, cuya reparación y ampliación tomó otros cuatro años.

Cuando el explorador estadounidense William Wells llegó a la Villa, en 1854, consignó en su libreta: “El puente es de diez arcos, con puntas de diamante para cortar la corriente del río… Tiene la vía ocho varas de ancho por cien de largo. Está construido de piedra arenisca… La balaustrada o antepecho, que mide cuatro pies de altura es, en su parte superior, de piedra cincelada… Su arquitectura es puramente española. Tiene cuarenta pies sobre el río”.

El “Grande” que los viernes refrescaba a la maestra escolástica de Ramón Rosa, que inspiró al poeta Molina y acarició con sus linfas el cuerpo de Juan José, el mayordomo que novela Marcos Carías Reyes, ese río ancestral embistió al puente una vez más, en 1906, y, de nuevo, volvió a levantarse como pétrea ave fénix.

A dos siglos de su alcalde ejecutor, la mole remozada mantiene su nombradía, en medio del Guacerique, El Prado, La Isla, Carías o Soberanía Nacional, Juan Ramón Molina, Estocolmo… ¿Querría Tito Asfura adicionar en su agenda un acto en memoria de Narciso y del puente que perpetúa su apellido? ¡Ah, y de la sufrida mano de obra de Comayagüela!