La abuela Aída

La sua vendetta, come folgor tremenda, cadrà su me…
Giuseppe Verdi, Aída (acto III)

La abuela Aída estaba siempre sentada en su mecedora, frente a la ventana, tocándose las manos como si tuviera toallitas húmedas en los dedos, componiéndose la ropa, rezando a la Virgen y cantando canciones de tiempos antiquísimos.

Tenía un patético delirio de persecución, por eso las constantes vigilias. Era inútil alegar con ella, inútil explicarle que las puertas, los portones y las ventanas estaban cerrados, que la colonia era segura y que el muro bastaba para alejar cualquier amenaza. De ahí su fijación por los cerrojos. Tenía noventa y dos años. Todo se le olvidaba al instante.

— ¿Sabe si están cerradas las puertas? —me preguntaba—. Acérquese, que no lo escucho.

Yo respondía que sí, que estaban trancadas. A los segundos volvía a preguntar, mil veces preguntaba lo mismo, hasta que por fin se dormía. Era un suplicio, sobre todo para mamá porque con ella pasaba más tiempo.

Entre los muchos traumas que la abuela tenía, estaba el de dar siempre la espalda para que nadie pudiera verla directamente a la cara, que de paso se cubría con un velo negro. La recuerdo, de espaldas, vestida de luto, el pelo gris y su voz helada que aún hace eco dentro de mí, tanto que a veces siento que suena igual que la mía y se confunden al unísono.

De niño, mi hermano David me decía que la abuela se comportaba así, tapándose la cara y huyendo de los demás, porque tenía una horrible mancha en la cara; y mi primo Julián, que su reclusión se debía a una quemadura que la había desfigurado y el lado derecho de la cara lo tenía como el de un monstruo de ¿Le temes a la oscuridad? Invenciones sosas, pero recuerdo que me ponía a llorar. Les creía, ingenuo por niño, y me aterraba imaginarlo. Después descubrí que la verdadera historia es que la abuela no tenía más que vejez, y eso la avergonzaba como si fuera su culpa; se avergonzaba de cómo el tiempo había estragado sus facciones, de la carga en que se había convertido para la familia y el olvidarse de todo lo vivido.

A veces yo abría un poco la puerta y la miraba mecerse mientras susurraba una canción: «No tengo padre ni madre ni quién se duela de mí, / solo la cama en que duermo se compadece de mí…».

Era el único momento en que no le temía. Mientras cantaba, se veía tierna. La cara se le relajaba al son de las notas descompuestas que salían de su boca.

Había sido una mujer hermosa, lo sé por una única foto que mamá guardaba de ella en una gaveta y que vi sólo una vez en la vida, pero que jamás olvidé por temor a corroborar lo que decían sobre ambos: que la abuela y yo éramos idénticos. No sé si lo decían como halago, por lo de hermosa, o como burla, por su forma de ser, pero a mí no me agradaba ninguna posibilidad. Me daba miedo, en principio porque llegué a creer que la gente se refería a la personalidad, a la locura, a la extrañeza suya que a todos nos desconcertaba, a la soledad.

Algunos días yo entraba a su cuarto; le hablaba asomado desde la rendija y le preguntaba si se le antojaba algo para beber. Mamá me obligaba, por ser el menor, era el chivo expiatorio, el que tenía que hartarse el chorro de insistencias seniles. A veces me pedía que la ayudara a caminar, cuando ya la artritis le había hecho difícil conducirse por sí misma. Tenía pocos momentos lúcidos, el resto era un estropajo.

Yo estaba jodido. Por las noches, acostado en mi cama, la miraba en todas las figuras de las sombras; al cerrar los ojos, gritándome y abriendo la boca. Pasaba de un lado a otro del cuarto, y yo lloraba en silencio, porque si despertaba a Julián comenzaba a humillarme y amenazarme. No podía bajar por ambos temores, tampoco moverme y menos pedir ayuda a mamá. Las noches eran demasiado largas. Durante el día lograba olvidarlo y pasar ratos amenos, hasta que el crepúsculo y los programas televisivos de mamá me avisaban la inminente pesadilla. Esa fue mi rutina durante largos años.

La cosa era tal con el tema de la abuela, que recuerdo dibujarla constantemente, con colmillos algunas veces y cachos otras, con fuego en las pupilas, y grande, más grande incluso que la casa, porque así de grande era el temor de parecerme a ella, de ser igual a su figura estática en la existencia. Un día mamá descubrió los dibujos, y ante lo que yo hubiera podido imaginar (un gran regaño y un discurso), no se lo tomó a mal. Llegué a notarle una sonrisa disimulada y luego me miró con ojos lastimosos, como si supiera algo que yo desconocía.

Mi hermano Julián sabía lo que me pasaba. Sabía que, aunque fuera cierto, el hecho de que me dijera que nos parecíamos me trastornaba. Mamá me defendía; se asomaba al oído de Julián y le murmuraba algo que nunca supe, pero al escucharlo, Julián se calmaba de repente, como si una culpa lo acometiera. Pero pronto volvía a molestarme. Lo aborrecía con todas mis fuerzas. Ahora, a pesar de haber crecido y superado ciertos traumas, no han cambiado mis temores, mis ansias de recluirme ante tan insólita presencia física y mi aborrecimiento por Julián.

No quisiera parecerme a la abuela. Me da pavor descubrir que a medida que me acerco a la vejez nos vamos pareciendo más. Las arrugas, la pérdida de la belleza, los rencores que me carcomen, motivos de mi desprecio por el contacto forzado con el mundo.

El único propósito que tengo es ignorar la desgracia que mi imaginación se ha inventado. No salir es requisito para lograrlo. Mi destino es continuar encerrado en este cuarto, resguardándome de las miradas inquisidoras que pudieran asociarnos. También de los espejos, de los cristales reflectores, de mi cara siendo su cara, y esperando morir entre estas cuatro paredes, vigilando desde la ventana, temeroso de si las puertas están cerradas para que la abuela nunca venga a visitarme.