La muerte de Juan Ramón

(Segunda Parte)

Por: Froylán Ochoa Alcántara

Después de suplicas reiteradas, logré que el ministro de Instrucción Pública me ofreciera dos clases para Molina en la Escuela Normal de Señoritas; pero el señor ministro puso por condición que Molina se presentara en el Ministerio para conocerlo. El poeta me dijo que iría al Ministerio, pero nunca se presentó, y las clases no se le confiaron. Nuestro poeta era muy orgulloso, y no se doblegaba ante las exigencias torpes del señor ministro. El doctor Araujo, que era entonces vicepresidente de la República y personaje influyente, me ofreció conseguirle un destino a Molina con $200.00 mensuales, en la redacción del Diario Oficial. Había que esperar uno o dos meses, mientras el general Figueroa se hallara de humor para permitir que viviera un grande hombre de letras. Menos de un mes faltaba para que Molina comenzara a desempeñar ese destino, cuando sucumbió, vencido por las horribles embestidas del medio implacable.

Apenas había podido obtener que el señor ministro de Instrucción Pública nombrara a Molina examinador de varias asignaturas en el Instituto Nacional. Con eso ganaba algo; pero como era un examinador severo y fuerte, los estudiantes le temían, y procuraban evitarlo.

Yo contemplaba con dolor intenso la caída irremediable de aquella alma gloriosa. Varias veces me habló, en conversaciones, de lo execrable de la humana existencia, de la injusticia del hombre en una trágica lucha contra el hombre, de lo horrible de las pasiones políticas, que arrollan y doblegan a los espíritus de valer positivo, mientras encumbran a las nulidades. Me decía que la vida humana no tiene objeto en estos medios hostiles; que él viviría en París o en su patria, que en San Salvador -con su clima sofocante y su atmosfera de mercantilismo- era para él un verdadero suplicio. Yo notaba cada día más la tendencia de Molina a la desintegración definitiva. Y me acongojaba sobremanera por mi impotencia para contrarrestar aquella corriente de aniquilamiento. Ahora cuando he atravesado un período de vida muy semejante al suyo en aquella época, comprendo mejor su situación y veo claro el camino de mi débil complexión aquella lucha feroz; pero, sometido después a más duras pruebas, tanto allá como en mi tierra, me he sentido impulsado, como Molina, hacia la irremediable desintegración. Y comprendo ahora mejor que antes el lenguaje de profundo escepticismo de aquella alma desconsolada y abatida. Su voz ha resonado en mi espíritu como un hosanna de redención, como un eco de deliberación.

En aquellos días aciagos, casi todas las noches se presentaba Molina en mi casa de habitación a altas horas. Me despertaba para que “charláramos un rato, porque él no podía dormir”. “Hombre me decía a veces, ¿tiene por allí una vela y cigarrillos? Yo no tengo sueño y me he quedado a oscuras, a estas horas” Yo me levantaba, y conversaba con él. Después se iba, siempre ostentando una profunda melancolía que los tontos y los malévolos juzgaban embriaguez producida por el alcohol o morfina.

Hay que ser verídico: Molina, en aquel tiempo, no era un borracho. Y tampoco era morfinómano, como tanto se ha asegurado. Es verdad que bebía a veces moderadamente; y si algún momento se sentía ebrio, acudía a casa de un médico amigo a suplicarle le aplicara una inyección de morfina, para suprimir la borrachera de alcohol. Pero nunca usó de costumbre la morfina, ni siquiera supo aplicarse él mismo una inyección. No se concibe un morfinómano semejante. Si hubiera sido morfinómano, no habría muerto como murió.

A pesar de su hermetismo, tanta confianza me dispensaba que me refirió en esos días su situación. Le cobraban el alquiler de casa, le cobraban la mesa, y él no tenía esperanza de pagar. Pronto no tendría dónde vivir ni dónde comer. Eso le torturaba horriblemente. Y no quería que su compañera tan dulce y tan buena y tan abnegada, se enterara de aquella apremiante situación.

Su estado de ánimo le obligaba a buscar un lenitivo en el alcohol, en sus últimos días. Pero le daba vergüenza embriagarse, y acudía a su médico para que aplicara la inyección. Resistía doce centígrados, que eran suficientes para vencer la embriaguez alcohólica. Después de la inyección dormía, para despertar siempre frente al irresoluble problema de la vida.

Ya se sabe que en aquella época, los hondureños eran vistos peor que los chinos en El Salvador. Muchos de ellos estaban en la Penitenciaría, sufriendo toda suerte de amargura. ¿Qué podíamos  esperar los que no estábamos en la cárcel? ¿Qué podía esperar Molina? Y él me decía con pena: “Usted puede luchar y triunfar, yo no, porque carezco del don de gentes: yo soy montaraz, salvaje y taciturno: Solo en mi patria puedo vivir bien: aquí me asfixio: no podré resistir esta prueba”.

Cierto día, quizá comprendiendo que solo la muerte podría librarlo de tantas penalidades, resolvió suprimirse; y después de haberse embriagado, acudió a su médico, y este le inyectó los doce centígrados de morfina: después fue a casa de otro médico, quien le inyectó igual cantidad. En seguida llegó a mi cuarto, con las pupilas veladas y extraviadas, yo comprendía su estado; pero él me aseguró que aquello se debía al alcohol, y que le era indispensable una inyección de morfina para dormir y restablecerse. Tanto me exigió, que busqué un médico para que le inyectara más morfina, ocho centígrados más, aunque él exigía mayor cantidad. Entonces hubo una noche de zozobra. Yo conocía en parte su situación, y me consagré a cuidarlo, no dejándolo dormir, procurándole la asistencia necesaria en tales casos de envenenamiento, hasta que logré salvarle la vida.