La muerte de Juan Ramón (Tercera parte)

Por: Froylán Ochoa Alcántara
Abogado

Pocos días después repitió su tentativa de suicidio, y entonces, no se presentó en mi casa. Se hizo inyectar como cuarenta centígrados de morfina. Después, como a mediodía iba para su casa, sin duda  con objeto de morir allí o tal vez intentaba verme, porque se dirigía rumbo hacia mi casa o hacia la suya, pues ambas quedaban vecinas, cuando la fatalidad quiso que lo encontraran en la calle unos muchachos bohemios de San Salvador, a quienes él conocía. Ellos le suplicaron que los acompañara, que iban a Aculhuaca, pueblecito vecino a la capital, donde se proponían divertirse. El poeta, casi sin voluntad, a merced del tosigo letal, se dejó conducir por aquellos alegres muchachos. Estos ignoraban la situación del poeta. Tomaron un tranvía, que los condujo a su destino, a una cantina llamada Los Estados Unidos. Molina iba durmiéndose en el carro que le conducía. Al llegar sus amigos le ofrecieron licor, pero él se negó a tomar, manifestándoles que solo deseaba dormir. El dueño de la cantina ofreció su cama, y allí se durmió para siempre el gran poeta hondureño. A poco de haberse acostado, los jóvenes le oyeron roncar estrepitosamente. Uno de ellos dijo: ¡Qué montera! Y todos charlaban, cantaban, bailaban y reían, entre mujeres alegres, mientras el noble espíritu ascendía al infinito.

Dos horas después de haber llegado a la funesta cantina (serían las 4 de la tarde), los jóvenes dispusieron regresar, fueron a despertar a Molina y lo encontraron sin vida, acababa de morir. Quince minutos antes le habrían salvado.

Entonces alarmados, avisaron por teléfono a San Salvador. La inconsolable viuda no vio a su adorado compañero hasta las diez de la noche, que en una camilla entró en su modesto albergue conduciendo el cadáver del grandioso hombre.

Después de este verídico relato, no hay ni sombra de duda sobre que Molina fue sacrificado por el egoísmo frío de sus contemporáneos. Y lo más triste es que algunos de sus compatriotas pudieron ayudarle a remediar su infortunio, y ni siquiera lo intentaron.

Mayorga Rivas que tantas muestras de pesar ha dado por la desaparición de Molina, es acaso el más culpable de esa muerte. Sus muestras de dolor, son ecos del remordimiento que le muerde las entrañas. Mayorga Rivas le negó un pan a Molina, a cambio de lo mucho que este le sirvió, dándole prestigio y renombre a su diario. Mayorga Rivas echó a Molina de su mesa de trabajo en la redacción del Diario de El Salvador, cuando el poeta se hallaba más urgido de recursos, más acosado por las necesidades de la vida. Mayorga Rivas se comprometió, quizá condolido por su injusticia, a comprarle a Molina sus artículos semanalmente. Y le compró algunos. Pero luego le pareció pesada la carga y se negó a recibirle varios. Un día antes de su muerte, Molina fue a solicitarle diez pesos a Mayorga, a cambio de artículos, y este se negó a proporcionarle tan pequeña suma, rechazando con grosería a aquel doliente espíritu que valía mil veces más que su duro protector. Esa negativa quizá fue tan desconcertante para Molina, que lo decidió a suprimirse una vida ya odiosa por el quebrantamiento de su altivez. Los hondureños agradecidos, han visto las lágrimas y sollozos de Mayorga ante la pérdida de nuestro insigne poeta. Pero ignoraban que ese llanto es de remordimiento.

Cuando en la humilde sala mortuoria se ostentaba, sereno y apacible, el cadáver de Molina, rodeado de multitud de amigos sinceros y leales, llegó Mayorga, nervioso y compungido, dándose importancia de gran señor y protector, arrojó un billete de veinticinco pesos en manos de una persona amiga para que se invirtiera en los funerales. Luego salió en coche y fue a decir en los círculos sociales que había ido a encontrar un cuadro espantoso de miseria; que si él no da su dinero Molina no habría tenido ni velas en su última noche. Y daba a entender que él había sufragado todos los gastos. Afortunadamente, al poeta, ya cadáver, le sobró dinero, sus funerales fueron espléndidos. Sus compatriotas, sin vanos alardes, supieron cumplir su doloroso deber en aquellos momentos de angustia mortal. Y debemos agradecer la solicitud con que varios salvadoreños ayudaron a las fúnebres ceremonias, sin necesidad de súplicas ni requerimientos. Después de los funerales, quedó todavía una pequeña suma que le fue entregada a la digna compañera, viuda del poeta mártir.

El país suele ser indiferente ante el sacrificio de sus grandes hombres. Comprende lo que valen solo cuando lamenta su desaparición. Como Molina han desaparecido otros, en silencio. Y el olvido implacable los envuelve en sus negros cendales. Continuará el sacrificio, tal vez. Raro es que el verdadero mérito literario alcance las eminencias en la lucha por la vida. En tanto, los mediocres hombres de letras que nada producen o que cosechan frágiles frutos, han de solazarse en las cumbres como triunfadores excelsos, orgullosos de ocupar el puesto que corresponde a los caídos, sacrificados, preferidos y olvidados. Pero ya comienza la hora de la justicia. El doctor Bertrand no ve con desdén a los productores mentales de su patria, antes bien sabe colocarlos en donde puedan brillar y recibir los estímulos que merecen.