UNO de tantos días recibimos la visita del jefe de las Fuerzas Armadas en nuestra casa de habitación. Se aproximaba la fecha para la sucesión del apetecido cargo y el general –con quien, en nuestra calidad de titular del Poder Legislativo habíamos consensuado cambios ineludibles encaminados a elevar la imagen de la institución armada para ganarle mayor confianza entre la ciudadanía– deseaba compartir pormenores de un ofrecimiento que le hacían portavoces del mandatario. Querían que al vencer su término legal continuara en el cargo si accedía ser el último jefe de las Fuerzas Armadas. (El consejo solicitado, que le brindamos, como otros detalles de lo conversado, queda reservado hasta la publicación del manuscrito usado para estos apuntes). Al despedirse agradeció la franqueza del análisis, diciéndonos que lo sopesaría antes de tomar una decisión definitiva; aunque del intercambio sostenido pudimos deducir su inclinación.
La esperada reunión que abordaría el espinoso tema contó con la ampliada participación de varios conspicuos políticos claves para llegar a un consenso. Tuvo lugar en la antañona casa del hermano del mandatario –antigua propiedad de la familia que, por la ubicación y su rica vegetación, irradia una sensación de relajado ambiente– ubicada en Los Laureles. Ya en uso de la palabra el presidente Reina con frases elogiosas al general –con quien, después de los vesicantes sucesos del cuartel, mantenía una buena relación afianzada por repetidos encuentros que les generaron menor sospecha– propuso que por su efectivo manejo de la institución y en aras de no provocar un cisma entre oficiales que aspiraban al puesto, convenía que se reeligiera. El general, agradeciendo las conceptuosas frases de su jefe, expuso que deseaba salir por la puerta ancha de la institución y mantener el respeto, como soldado satisfecho de la misión cumplida, de sus compañeros de armas y de la tropa. Explicó que el Consejo Superior de las Fuerzas Armadas se inclinaba por el jefe del Ejército. ¿Quién, el mismo del altercado aquel del incidente en el cuartel? Inaceptable, exteriorizó el mandatario. (No era secreto que los Reina, en caso de tropiezos con la primera opción, manejaban, bajo la manga, el nombre de otro oficial. Pero topaba con el inconveniente de los requisitos en la jerarquía de mando de las promociones). Planteado el impasse optamos por intervenir, expresando que la elección del jefe de las Fuerzas Armadas era potestad del Congreso Nacional. Si bien el Consejo Superior estaba en su derecho de presentar la terna con su preferencia, el Legislativo no elegiría a un adversario del presidente ni alguien que, por cuestiones justificables, no contara con su venia.
Esa meridiana posición –que la alabó– le cayó a Reina como regalo del cielo. Ya en un ambiente más distendido –después de otras intervenciones– se propuso llamar al oficial recusado, para que públicamente en esa sala confirmara su lealtad a la Constitución de la República y su obediencia a la Presidencia de la República. En la cita convenida, la participación educada y profesional del citado –reiterativa de lo que los civiles esperaban escuchar– terminó de facilitar la anuencia para su nominación. Hasta allí, en apretada síntesis, lo que transcurrió en Los Laureles. Bien puede ser que la Casa de Gobierno y su inquilino haya deseado poner fin a la jefatura de las FF AA, sin embargo –para constancia histórica, virtud de ciertas pretensiones circuladas– ni el Congreso Nacional, durante esa etapa, recibió iniciativa del Ejecutivo proponiendo la reforma, ni tampoco hubo pacto en Los Laureles; menos aún acuerdo suscrito para abolir la jefatura de las Fuerzas Armadas. Sin ánimo de polemizar –en el supuesto que nos hubiese sido planteada, que no lo fue– ninguna aspiración de esa naturaleza hubiese sido posible sin el concurso nuestro como titular del Legislativo o de las fuerzas políticas allí representadas. Como la audacia ha llegado hasta insinuar que hubo un hipotético pacto desmontando el de “Lago Azul” y estableciendo obligaciones subsecuentes, no queda de otra que desvirtuar la especie. Ni como presidente del Congreso –sin mayor relación política o de amistad estrecha con el entonces mandatario– y menos en nuestra condición de presidente constitucional, sentimos compromiso alguno de complacer agendas ajenas y menos de sometimiento. Las reformas constitucionales para subordinar la institución militar a la égida del poder civil, fueron planteadas, como lo hemos puntualizado, en el marco de nuestra propia agenda pública, primero como titular del Legislativo y después como primer magistrado de la nación.
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