Una historia de desamor

Por Rolando Kattan

Gaulcinse es un lugar lejano. Parecido solamente a la Luvina del Llano en llamas “De los cerros altos del sur… el más alto y el más pedregoso” desde sus alturas, las luces de San Salvador se presienten como un nubarrón que tirita como una vela enferma.

Ahí, cerquita de Dios resiste al tiempo y a su lengua de fuego, La Inmaculada Concepción de María, una iglesia que, como toda iglesia guarda entre sus paredes tan incontables súplicas de amores imposibles, como rezos por las almas moribundas, coronada por una íngrima cruz sobre la cúpula, desde donde blancos platos de porcelana china se agrupan en coro, un detalle ajeno a las construcciones coloniales, pero también ajeno al barroco, al gótico o al bizantino o a cualquier otro símbolo cristiano en la construcción de templos.

Erigida en el año de mil setecientos diecisiete, la iglesia de Gaulcinse, sumada a la de Gracias y a la de San Manuel de Colohete, finalizaba un trazo a modo de trinidad divina, en cuyos vértices blancos se cantarán salmos y se oficiará misa.

Las bendiciones del nuevo templo parecían venir por sí solas, dos de las familias más prominentes de la zona, los Lara y los Batres, enemistados por esas disputas que la tierra trae consigo, ofrecieron el matrimonio de los jóvenes Sebastiana de Lara y Rodezno y Miguel de Batres; para que el primer abrazo de paz de los fieles coincidiera con la celebración de la boda. Y así, el día de la inauguración, más de cien corceles de los invitados de las haciendas de Antigua, Guatemala y Gracias, Lempira; se enfilaban majestuosos en la calle del templo.

Pero Sabastiana estaba enamorada de Julián Mexía, sin nobleza. Los preparativos de la boda y los días previos le semejaban una manada de potros salvajes corriendo al garete adentro su tórax, amoratado el corazón y sin aliento. Sebastiana estrechó contra su pecho más humanidad que Cristo y fiel a su rebeldía se escapó horas antes del sacramento y se casó, pero con Julián, en una ceremonia indígena, y dejó vestidos y alborotados, al cura, a los invitados, a las familias, a los corceles y a Miguel, quien con un sufrimiento del que solo pueden dar fe algunos suicidas y con la soledad del hombre en el medio de la nada, sin un poema que lo consuele; mandó a pegar en la cúpula de la iglesia los platos que importó de China, todos juntos, agrupados como un coro de eunucos a la orilla del Calvario o que con sus reflejos de sol reclamen a Dios por su desventura o que aguarden silentes los siglos hasta recitar en su porcelana a César Vallejo: Dios mío, estoy llorando el ser que vivo; / me pesa haber tomádote tu pan; / pero este pobre barro pensativo / no es costra fermentada en tu costado: / ¡tú no tienes Marías que se van!

Un 25 de mayo de 2014, después de tres siglos, un incendio casi pone el punto final a esta historia. Pero la cúpula resistió junto algunos platos que todavía encarnan una mirada desolada. Los días subsiguientes han quedado en olvido. Pero Sebastiana era española y Julián era lenca, en nuestro mestizaje, corre sangre como la de ese encuentro, y más de algún lector tiene en sus ojos lágrimas como la de esos platos.