Por: Antonio Flores Arriaza
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La democracia debe ser una forma de vida sociopolítica en la que la gente pueda tener amplia libertad para expresar su voluntad y decisión de sus preferencias políticas. Así que, todo aquello que violente, tergiverse o manipule esta posibilidad, debe ser visto como un proceder que atenta contra la democracia. Uno de estos procederes es el llamado clientelismo político. Debe entenderse por clientelismo político el intercambio de recursos a cambio de apoyo político, se establece una relación difusa y a largo plazo, pero en una vinculación desigual (Hilgers, 2011). El clientelismo es ese intercambio que sucede fuera de los programas oficiales del Estado aprobados legalmente y que busca beneficiar a ciertos políticos (Stokes, 2012). Al ser una distribución no programática, los intercambios se hacen sin criterios públicos igualitarios de distribución o si estos existen, se manipulan o condicionan siempre a beneficio del interés particular del político que los otorga. La condicionalidad significa que el cliente será castigado si termina por no apoyar al patrón. Lo tremendo es que, este incorrecto proceder, se vuelve tan utilizado que la población lo empieza a considerar normal y hasta correcto, por lo que permite a los políticos, y sus intermediarios, aplicarlo descaradamente. Así que el clientelismo político puede plantearse clara y genéricamente como “el intercambio de favores por votos” (Auyero, 1997), práctica política que debe ser vergonzosa porque pervierte la libertad personal y afecta los valores democráticos que, además, rompe la igualdad, que es uno de los principios de la democracia, al generar una relación asimétrica donde el político se coloca arriba del ciudadano que se convierte en su cliente y pierde su libertad de expresión. Es así que se regresa en el desarrollo histórico-político y se genera dependencia. El clientelismo político establece un mal vínculo entre la necesidad de la persona, el poder que ostenta el político y la lealtad a la que es sometido el ciudadano, por medio de los intermediarios, por el compromiso al que se ha visto obligado por su necesidad o codicia pero, aparentemente, voluntario, argumento en el que se sostiene el político para justificar su proceder (Muno, 2010).
El clientelismo político tiene consecuencias sobre la democracia y sobre las personas. Pervierte los valores democráticos y roba la dignidad humana. Pero, también, pone en duda la legitimidad de aquellos gobiernos que se sustentan en el clientelismo para sostenerse en el poder y, sustituyen la eficiencia que debe desarrollar el gobierno porque el clientelismo la posterga y la hace “innecesaria” aun cuando, a la larga, los ciudadanos se mantienen pobres pero engañados de que viven mejor. La eficiencia de los gobiernos se mira disminuida porque, para llevar a cabo el clientelismo, se inunda de una multitud de empleados de baja categoría y pobre capacitación. Estos, asimismo, suelen ser parte del clientelismo político porque llegaron a esos puestos al vender sus conciencias a cambio de un pobre empleo como intermediarios del político pero que, para ellos, es mucho porque, o estaban desempleados, o sus limitadas capacidades no les permiten mayores ingresos. Por otro lado, la burocracia gubernamental es ineficiente porque al político le conviene ya que, si fuese eficiente, le robaría el espectáculo y perdería su falsa imagen de ser muy competente.
El clientelismo político tiene otra importante consecuencia. Las víctimas de este proceder pierden su capacidad para expresarse y ello incluye, la incapacidad para pedir rendición de cuentas al político por temor a perder las migajas a las que les ha acostumbrado. Y, para colmo, este derecho ciudadano de pedirle cuentas al funcionario, se transforma negativamente al ser el político quien les pide rendición de cuentas a los ciudadanos a los que les brindó esas migajas. El político, que solo pervierte lo que es del pueblo, se adjudica una falsa posesión y derechos sobre lo que no es suyo. Este inmoral compromiso del ciudadano le venda los ojos y pierde su capacidad de crítica. Las migajas lo adormecen como si fuesen somníferos. Es posible que, de por medio, se produzca en el ciudadano un sentimiento de complicidad que lo hace sentir culpable en su miseria. Este clientelismo es capaz de llevar a la gente hasta a cambiar su residencia porque así le conviene al político que lo tiene sometido. El miedo por el sometimiento es capaz de desarraigar a los más necesitados.
Diferentes estudios han asociado el clientelismo político con bajos niveles de competitividad política en quienes lo practican (Medina y Stokes, 2002; Díaz-Cayeros y Magaloni, 2003; Hale 2007) y es de esperarlo. Los políticos clientelistas recurren a este proceder porque suelen ser incompetentes para generar ideas, incapaces de transmitir pensamiento y carentes de auténtico liderazgo visionario para motivar a los pueblos a luchar conscientemente por tratar de ser mejores. Así se deciden por “el lado oscuro” y no por la luz. Es que los políticos clientelistas deciden darle vuelta a la pirámide de Maslow e inducir al ciudadano a buscar la satisfacción de sus necesidades básicas como máxima aspiración, robándole así sus mejores sueños. Lamentablemente, en la cultura de la miseria, el clientelismo encuentra el terreno que le resulta apropiado. Es así que al político clientelista le conviene mantener al pobre en su miseria para hacerle creer que necesita depender de él como su gran salvador aun cuando él mismo solo sea un gritón.
Se dice que aquellos políticos que ya están en el poder suelen hacer uso de los recursos del Estado para financiar o apoyar sus campañas reeleccionistas. Los políticos que ostentan el puesto tienen un mejor acceso y control de los recursos, lo que les da más posibilidades de utilizar estrategias clientelares que a los retadores o candidatos de la oposición. Según los datos más recientes, en promedio para la región centroamericana, el 72% de los ciudadanos perciben que los funcionarios públicos son corruptos, y un 13% afirma abiertamente haber sido víctima de corrupción. Y se sabe que este tipo de encuestas subregistran los hechos porque la gente los oculta. Los gobiernos centroamericanos empezaron a implementar programas de transferencias condicionadas, el primer país en hacerlo fue Honduras, con el Programa de Asignación Familiar (PRAF). A lo largo del tiempo, los programas han sufrido cambios de enfoque e incluso de nombre; en Honduras el “Bono 10,000” fue agregado a la oferta del PRAF con el propósito de mejorar las condiciones de educación, salud y alimentación de los hogares indigentes con niños y adolescentes (Cepal, 2010; Programa Estado de la Nación y Transparencia Internacional, 2011). Los Programas Transferencias Monetarias Condicionadas (PTMC) en los cuales se hace entrega de dinero, pueden verse corrompidos por los funcionarios penetrándolos en sus diversas etapas: en la etapa de selección de beneficiarios pueden hacer manipulación política, corrupción administrativa o amiguismo. En la etapa de entrega de beneficios y monitoreo pueden introducir corrupción administrativa, extorsión, intimidación y soborno. (Díaz-Cayeros y Magaloni, 2003; Lapop, 2010; Programa Estado de la Nación y Transparencia Internacional, 2011; Martínez & Corral, 2015). Si todos estos “programas” gubernamentales fuesen efectivos no sucedería que cada vez más la brecha entre ricos y pobres se ensancha mucho más. No me regales un pescado, enséñame a pescarlo para ser independiente y superarme en dignidad.
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