¿A dónde fue a parar el mar?

Por Rolando Kattan

Con el poeta José González, arqueólogo de la literatura hondureña, visitamos el municipio de Aguanqueterique, La Paz. La misión era sumergirnos en los archivos municipales y religiosos y buscar el certificado de nacimiento del poeta Juan Ramón Molina. Sabíamos tres cosas: Que el bardo no había nacido en Comayagüela, que su madre era oriunda de ese municipio y que el propio Molina en sus versos atestigua: Nací en el fondo azul de las montañas hondureñas.

Aunque no encontramos nada, la aventura no fue en vano, recordé aquellos versos de Kavafis que demuestran el valor de una marcha sobre las metas: Ítaca te brindó tan hermoso viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino: porque Fortuna no traicionará tu corazón si está en sintonía con este principio:

Cuando cruzábamos el recién estrenado “Canal Seco” pude apreciar en los paredones verticales de las montañas recién cortadas, un maravilloso paisaje de helechos petrificados. Aquello era un tesoro recién revelado del Mesozoico. Así ocurre también en el cerro El Caliche de Comayagua, ahí las rocas custodian un bosque de corales de hace 100 millones de años. O en la carretera Interamericana, a la altura de Taulabé, donde entre las piedras, que los pobladores venden orillados al camino, con buen ojo y suerte se encuentran fósiles de múltiples especies marinas.

Antes que el reloj -tiempo amasado en una cena- se posicionara primero en Comayagua y desde entonces y para siempre en las plazas de América; anterior al tiempo de los lusitanos y españoles, cuando curas y marinos se repartían los camarotes de las carabelas; antes del juego de pelota de los mayas y la fundación del centro del mundo en Copán; mucho antes de aquellos errantes que se detuvieron en nuestras riberas, cansados ya de circunnavegar la tierra; antes incluso de la primera higuera, del primer manzano, mucho antes de todo, por aquí cruzaba un mar.

Nuestra geografía era una aritmética de hondonadas y cantiles. A mí me gusta caminar ese otro mundo y decir por ejemplo de aquel lugar en donde hoy se sostiene una iglesia, solo queda la utopía de Juan Carlos Mestre: Imaginad que el agua, como un caballo blanco, /se hubiera subido al campanario. /Las hojas de los árboles son peces… imaginar otra Honduras en el paisaje: Como un vaso de luz /que sostuviera la mano de Dios, /van cayendo una a una las gotas de la vida. /Así, el inocente pájaro, /la piedra, el musgo o la mariposa /van entrando en el agua que ya todo lo cubre.

Quedan sus restos entre las montañas azules y en los cerros de “La Libertad”, porque Natura tiene largas cicatrices que atestiguan su excitada juventud. También quedan las metáforas: Los primeros hondureños fuimos peces, no violentos e inmensos dinosaurios, ni colmilludos tigres o mastodontes, peces. De alguna forma fuimos hijos de un mar, del mar de Esquías. Ello consta en nuestra estratigrafía. Diría que es hermoso imaginar nuestra vida subacuática, ajena a los vicios del hombre y llena de toda la esperanza que el mar trae consigo.

Yo no sé si el poeta José Luis Quesada, cuando escribió los poemas de su ópera prima: Porque no espero nunca más volver, era consciente que toda la macro historia de Honduras puede atomizarse en un único verso de su libro:

Mientras la realidad/ empuja al mar por las cañerías.