Reacciones y motivaciones

Por Juan Ramón Martínez

Me imagino –permítanme el desliz, vista la distancia en que escribo– que el artículo del martes pasado fue recibido con disgusto por una parte de mis lectores. Aplicando estadísticas elementales, aproximadamente la mitad estuvo en franco desacuerdo. Lo entiendo. No me sorprende. Incluso anticipé que ello ocurriría, en vista del clima de división e intolerancia que nos afecta; el sectarismo que distancia el “nosotros” del “otro”, que siempre es el culpable de nuestras penas; la incomodidad social y los peligros que nos amenazan. Pero ante tales argumentos, invoco el espíritu de Navidad y las esperanzas que se fomentan durante las fiestas de inicio del año. El quemar “el año viejo” –el fuego tenía un valor renovador para los mayas– significa que, de alguna manera, sacamos de nuestra vida, como agente negativo, aquellas ideas, creencias, odios, incomodidades y rencores, para sustituirlas, por conductas nuevas, cercanas a la fraternidad.
Quemar el año 2017, es dentro de la simbología navideña, lo más apropiado, en vista que ha sido el peor año, desde 1954. En aquella oportunidad, como ahora, se impuso el deseo por el poder, el egoísmo de partidos, grupos y personas, por encima de los necesarios y obligados acuerdos, para salvar el estado de derecho. La diferencia es que ahora, el sistema institucional es más fuerte y soporta con más seguridad las sacudidas de los rencores, los empujes de la intolerancia y las agresiones de los intereses particulares, que consideran que la patria es un invento de los más fuertes para dominar a los más débiles. Pero hay otra cosa que, distancia este año 2017, de aquel fatídico de 1954; este fue cosa de partidos y de grupos, de la Embajada Americana en Tegucigalpa y de muy poca influencia de los medios de comunicación. Además el país, no estaba tan integrado como ahora.
En cambio, el 2017 que por fin hemos terminado, instrumentalizó al público, los líderes de la “oposición”, animaron al saqueo, destrucción de la propiedad privada –sin la cual no hay desarrollo posible, entiéndanlo los lectores tardíos de Proudom, Mar y Engels y de otros panfletarios que quieren que todo sea del Estado; y que, las personas, no tengamos ni siquiera el sudario con que nos enterrarán –el derecho a la vida, a la libre circulación y la demostración de la incapacidad de la Policía para darnos seguridad. Esto no ocurrió en 1954. En este año, se interrumpió el orden constitucional; pero hubo muchos miles de compatriotas que, ni siquiera se dieron cuenta de tan desgraciada noticia. En cambio ahora, todos hemos sufrido, en forma directa; o por los medios de comunicación, los efectos alterados de una convivencia destruida, lo que ha provocado enorme ansiedad generalizada. De allí que sea justificado que “quememos” estos recuerdos. Y empecemos nuevamente –cosa que no le gusta a los rencorosos, porque entonces no tendrían ninguna figuración– una ruta diferente, para reconstruir lo dañado. Y, encontrar el camino que apenas acabábamos de descubrir, para mejorar las cosas entre nosotros.
Por ello, debemos empezar 2018 con un ánimo nuevo, moderno, civilizado y ejemplarizante. Debemos pasar de la vergüenza al honor, del irrespeto a las leyes y sus instituciones, al obediente sometimiento a la legitimidad que de alguna forma, compartimos precariamente, después de lo ocurrido el año anterior.
Reconstruir significa hacer las cosas de nuevo; pero no copiando servilmente el pasado. Hay que ver lo que hicimos mal en el año anterior y evitarlo en el que iniciamos. Se me ocurren algunas cosas que nos enfrentaron y nos partieron entre dos Honduras: el tema de la reelección, la calidad del Tribunal Supremo Electoral, el desempeño de las mesas electorales, la funcionalidad de las “políticas limpias” –todavía no hemos visto las “sábanas”, para tener certeza alguna –la capacidad de las instituciones de seguridad, el papel de las Fuerzas Armadas, la competencia de los Tribunales de Justicia para ordenar el comportamiento de los políticos desbocados por las emociones, y la operación de una política exterior que nos ha dejado un mal sabor, en vista que en vez de fortalecer al país, lo ha debilitado, incluso amenazándole de perder la soberanía popular.
Lo peor: hemos perdido la tolerancia de los sesenta y la vocación dialogal de los setenta. Esto posiblemente, es lo primero por rescatar, en este año que estamos iniciando. La paz es necesaria.