La paradoja de los medios

Por Rolando Kattán

Cuenta Héctor Abad Faciolince que cada vez que lo invitan a hablar ante un público con el propósito de inducir a los jóvenes o a los no tan jóvenes a la lectura, tiene una “sensación paradójica” y cuestiona: ¿Por qué me proponen que haga cosas obvias, que insista en asuntos que no necesitan estímulo ni demostración? Nunca, por supuesto, me invitan a dar conferencias para estimular en los jóvenes o en los no tan jóvenes el placentero hábito del sexo solitario o en pareja, ni para explicarles las delicias del baile. No; el sermón está reservado para el hábito de la lectura y entonces así uno queda, de entrada, como esas tías cantaletosas que nos repiten sin cesar lo importante que es no faltar a misa en los días de guardar.
“El hábito a la lectura” es una frase hecha. No me gusta. Si me tropezara con un genio que cumpla mis deseos le pediría deshacerla. El hábito debe ser a la sabiduría. La lectura, a pesar del placer que produce, es un medio y no un fin.
La debacle del Imperio Romano demuestra que las potencias nunca son vencidas, caen por sí mismas cuando pierden su identidad cultural. El cristianismo erosionó Roma hasta que dejó de serlo. Ello también demuestra que los imperios no lo son por su poderío económico o militar, lo son porque rigen los valores culturales de una época.
Recientemente Donald J. Trump afirmó no ser solo muy inteligente sino un genio, argumentando haber logrado pasar de ser un empresario muy exitoso a una estrella de televisión y actualmente presidente de los Estados Unidos. ¡Eureka!
Reveló en una sola frase los valores culturales (o antivalores) que rigen nuestra sociedad: dinero, fama y poder. Ya Fernando Savater, en su libro «Los siete pecados capitales» había concluido que el devenir de la historia (o el progreso) obedece al impulso de las imperfecciones humanas y los bajos instintos. Y antes, Alexis de Tocqueville identificó en 1835, en su famoso ensayo «La democracia en América», los riesgos que amenazan a las sociedades enteramente entregadas al negocio y al beneficio: En un gran número de hombres encontramos un afán egoísta, mercantil e industrial por los descubrimientos del espíritu, que no hay que confundir con la pasión desinteresada que prende en el corazón de unos pocos; hay un deseo de utilizar los conocimientos y hay un deseo puro de conocer.
Para un hombre de bien, el dinero, la fama y el poder deben ser medios y no fines. Un buen ejemplo es la historia de Heinrich Schliemann (1822-1890) quien, encantado desde su juventud prusiana por la arqueología, decidió postergar su sueño al razonar sobre las necesidades para su empresa. Se dedicó a amasar su fortuna y a estudiar, con envidiable disciplina, historia, geografía y lenguas (hay quienes afirman que dominó más de una veintena, algunas de ellas ya muertas) antes de lanzarse por su imposible: La búsqueda de Troya.
Antes de su descubrimiento los libros de Homero eran considerados una ficción y fue mediante el lenguaje y sus viajes, que el arqueólogo nos legó la demostración de que «La Ilíada» y «La Odisea» guardan una base histórica.
Ah, ¿y el poder?, bien lo dice Hugo Friedrich: Quien para ser libre destruye el poder, no conquista la libertad sino el poder.