Cincuenta años de “Los pobres”

Por Óscar Armando Valladares

Libro esencial en el haber creativo de Roberto Sosa y de la poética nacional, “Los pobres”, encimaron al autor a la plana internacional. Cuando en 1968 accedió al galardón ibero -con este manojo de veintiún poemas-, el prestigioso premio había llegado a la vigésima quinta entrega y el poeta gestado los libros Caligramas, Muros y Mar interior.
Críticos respetados, Guillermo Díaz Plaza, Luis Jiménez Martos, poetas importantes -como Rafael Morales-, saludaron la elección y hallaron en la obra del hondureño, de 38 abriles, “conmovidos y bellos poemas”, poesía de “voz testimonial y dolorida”, que insinúa “verdades terribles” con un “patetismo más hondo que el de una gritadora denuncia”; hechura de “intención social” que encarna “la desnudez existencial del hombre, el desamparo dicho sin clamor, la ternura sin ternurismo”, “la defensa de la dignidad humana sin recurrir a lo espectacular”.
Acá, en el patio, hubo también albricias. Óscar Falchetti, uruguayo trashumante avecindado en Tegucigalpa, habló de un “temblor nuevo del realismo poético”; de “emotiva, vital, pudorosa, de una castidad lingüística conservadora la “protesta” de Sosa. “Hilvanados por una acompasada metáfora múltiple, aguas arriba de todo alarde o exceso verbal, los versos acusan una densidad semántica cuyo discurso transmite el malestar de una conciencia que no se redime en la mera denuncia o protesta”, acuñó Antonio Bermúdez. “La obra de Roberto Sosa -un universo estético de impecable factura- redobla un doble compromiso: con la vida y con el arte”, resumió Sara Rolla…
Sin implicaciones de otro género, a ojos del profano lector, la poesía que atesora Los pobres recoge vivencias que, sobre el entramado político-social, consagró en trazos perdurables el juglar hijo de Yoro: seres y cosas que entresacó de la ofendida realidad hondureña; realidad que por tener similitud con ajenas experiencias, el poeta “calculando cada palabra” dotó a su temática de un efecto traslaticio, valedero en cualquier parte porque “los pobres son muchos” y -al cabo- el “planeta es el pueblo”.
Así, La casa de la justicia alude a la de “mi país” y, por ello, “comprobé que es un templo de encantadores de serpientes”, si bien rebosan en el mundo los “temibles abogados” que “perfeccionan el día y su azul dentellada”. Así, es nuestra “la ciudad de los niños mendigos”, pero universal el deseo de que no los haya “disminuidos en las puertas, golpeados por la bruma de los cementerios, muro blanco de las ciudades”. Así, es lugareña la visita a los camposantos, donde el esteta ha “tocado los ángeles que vigilan a los poetas caídos” y leído “las inscripciones grabadas en placas de oro inútil”, como planetario el colofón resolutivo: “Definitivamente, los vivos no podrán destruir la perfecta igualdad de los muertos”. Así, “los indios” son aquellos que Sosa ha “visto sin zapatos y casi desnudos, en grupos, al cuidado de voces tendidas como látigos, o borrachos balanceándose con los charcos del ocaso”, pero de cualquiera otra latitud “los que fueron guerreros sobre todas las cosas”. Así, la referencia que sigue puede acaecer en el nosocomio “Mario Mendoza”: “En los días de lluvia, los enfermos mentales imaginan lagunas y veleros, navegan al olvido y ya no vuelven”, aunque implícita para el mundo esta letra reflexiva: “La muerta acostada en los anfiteatros, envía la inmovilidad de su amenaza”.
En el libro tiene encuadre, personal e intransferible, el logrado poema “Mi padre”, cuya lectura sacude a fondo y memora el tributo elegíaco de Miguel Hernández a Ramón Sijé, “compañero del alma, compañero”.
“De allá de Cuscatlán de sur anclado -añoró Roberto- vino mi padre/ con despeñados lagos en los dedos…/ Trabajó sin palabras/ por darnos pan y libros/ y así jugó a los naipes vacilantes/ del/ hambre…/ Un día sin principio cayó en absurda/ yerba./ Su brazo campesino/ borró espejos/ y rostros/ y chozas/ y comarcas;/ y los trenes del tiempo en humo inalcanzable se llevaron su/ nombre. Nueve le dimos tierra./ Aún oigo los pasos/ de asfalto,/ rima y viento/ …Yo no hubiera querido regresarme/ y dejarle inmensamente solo./ Frente al agua del agua,/ padre mío,/ ¿qué límites te llaman?/ …De aquí partió y reposa bajo tierra./ Aún me duele el esfuerzo último de/ sus brazos.
Ni qué decir tiene que a “Los pobres”, siguieron títulos de igual mérito: Uno: “Un mundo para todos divido”, ganó el premio de poesía de la organización cultural cubana Casa de las Américas y, en esa ínsula admirable, se originó la noticia de haberle sido otorgada la presea “Rafael Alberti”, novedad que sobrevino días antes, una semana a lo sumo, de su muerte repentina.
Al cumplirse este año el medio siglo del libro y del Adonáis que obtuvo, se aviva el recuerdo del poeta y amigo, que se nos fue el 23 de mayo de 2011 junto a su “silencio de piano vacío”. En compañía de Lidia, su entrañable esposa, hijas y estimadores le honramos públicamente en el Año Académico de la UNAH a él consagrado.