¡Que así sea!

Por José María Leiva Leiva

El sentido que se busca por la Pascua de Resurrección es el mismo en cada corazón contrito y comprometido con la fe. Un ejemplo que lo identifica tal cual señala: “La verdadera Pascua es nacer de nuevo, es morir al hombre viejo, al hombre mundano y hacer vivo a Jesús en cada acción diaria… es hacer resucitar los dones y talentos de nuestro Cristo interno… es descubrir el verdadero rostro de Jesús en cada uno de nosotros”.
“No podemos seguir viviendo semanas santas o participar en todas las procesiones, si no hay un verdadero cambio de vida en nosotros… si no somos un testimonio de vida hacia los demás. Necesitamos resucitar en el Señor para poder hacer revivir al Cristo que todos llevamos dentro… al verdadero Cristo Jesús”. (http://buscando-la-senda-antigua.blogspot.com). Por supuesto, es todo un proceso que inicia con la vida, la muerte y esta resurrección.

Por ello, en primer lugar sirva de reflexión el bellísimo poema “Cristo del Calvario” de la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, (1814-1873), y atribuido en la red a la poetisa chilena Gabriela Mistral, que dice: “En esta tarde, Cristo del Calvario, vine a rogarte por mi carne enferma; pero, al verte, mis ojos van y vienen de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza. ¿Cómo quejarme de mis pies cansados, cuando veo los tuyos destrozados? ¿Cómo mostrarte mis manos vacías, cuando las tuyas están llenas de heridas? ¿Cómo explicarte a ti mi soledad, cuando en la cruz, alzado y solo estás?”.

“¿Cómo explicarte que no tengo amor, cuando tienes rasgado el corazón? Ahora ya no me acuerdo de nada, huyeron de mí todas mis dolencias. El ímpetu del ruego que traía se me ahoga en la boca pedigüeña. Y solo pido no pedirte nada, estar aquí, junto a tu imagen muerta, ir aprendiendo que el dolor es solo la llave santa de tu santa puerta. Amén”. Enseguida repaso el “Imaginero del Cristo”, poema del español Francisco Vaquerizo. Que señala: “Imaginero del Cristo, ¡cómo te estoy envidiando ahora que Él cruza mi calle, entre el silencio sagrado de los rezos y el temblor de los cirios levantados! Imaginero del Cristo, ¿quién te enseñó a modelarlo?”.

“¿Estuviste, imaginero, muchos días esperando a que algún ángel del cielo te llevase de la mano? ¿Trabajabas de rodillas o es que tú habías llevado una cruz así también y sabías el exacto gesto, y la luz que quedaba en los ojos, y el cansancio del cuerpo, y esa amargura que en su boca has dibujado? ¡Ay, imaginero, ay, cómo te estoy envidiando! ¿Dónde encontraste dolor bastante para crearlo? ¿De dónde te lo sacaste, qué pena te dolió tanto qué clase de amor fue el que te estuvo sangrando a ti, para que pudieses saber que tu Cristo santo había que hacerlo así de triste y así de manso? ¡Ay, imaginero, ay, cómo te estoy envidiando! Qué prodigio de los cielos te vino a traer el milagro de hacerlo como lo has hecho:

Poderoso en su cansancio, sereno en su sufrimiento y, en su humildad, soberano. ¿Con qué fe se lo pediste a Él, para imaginarlo tan dulce, tan compasivo, tan divino y tan humano? ¡Ay, imaginero, ay, cómo te estoy envidiando! Que llevo ya mucho tiempo con el corazón en alto y una esperanza encendida en mi espíritu cristiano, queriendo grabarme un Cristo dentro del alma, calcado de ese Santísimo Cristo de la Cruz, que, año tras año, cruza glorioso mi calle, entre sollozos y salmos y el cariño de la gente que no cesa de aclamarlo… Y, por qué no lo consigo y todo mi esfuerzo es vano, ¡ay, imaginero, ay, cómo te estoy envidiando!”.

Por último: “¿De qué quiere usted la imagen? -Preguntó el imaginero- tenemos santos de pino, hay imágenes de yeso. Mire este Cristo yacente, madera de puro cedro. Depende de quién la encarga: una familia o un templo. O si el único objetivo es ponerla en un museo. Déjeme, pues, que le explique lo que de verdad deseo: Yo necesito una imagen del Jesús el galileo que refleje su fracaso intentando un mundo nuevo, que conmueva las conciencias y cambie los pensamientos”.

“Yo no la quiero encerrada en iglesias ni conventos, ni en casa de una familia para presidir sus rezos. No es para llevarla en andas cargada por costaleros. Yo quiero una imagen viva de un Jesús, hombre, sufriendo que ilumine a quien la mire el corazón y el cerebro, que den ganas de bajarlo de su cruz y del tormento, y quien contemple esa imagen no quede mirando un muerto ni que con ojos de artista solo contemple un objeto ante el que exclame admirado: “¡qué torturado más bello!”

“Perdóneme si le digo -responde el imaginero- que aquí no hallará seguro la imagen del Nazareno. Vaya a buscarla en las calles entre las gentes sin techo, en hospicios y hospitales donde haya gente muriendo. En los centros de acogida en que abandonan a viejos, en el pueblo marginado entre los niños hambrientos, en mujeres maltratadas, en personas sin empleo. Pero la imagen de Cristo no la busque en los museos, no la busque en las estatuas en los altares y templos, ni siga en las procesiones los pasos del nazareno. No la busque de madera, de bronce, de piedra o yeso. Mejor…
¡busque entre los pobres su imagen de carne y hueso!” (Anónimo). ¡Que así sea!