LA ZARANDEADA

ES indicativo que en el momento menos esperado basta un chispazo para prender fuego a la zacatera. Con la oposición política desarticulada, nadie anticipó lo que está sucediendo en el vecino país. El sandinismo, ya como partido político bien estructurado –después de la caída de la dictadura somocista y el triunfo de la revolución– solo vacó por un breve período; posibilitando que hubiese un respiro de alternancia. Sin embargo, con la división y luego la dispersión de las fuerzas opositoras, el comandante no volvió a soltar el poder. Resignadamente los grupos empresariales, como otros sectores, incluyendo emblemáticos miembros de la Iglesia, se fueron acomodando a la inevitabilidad. Con reformas a las leyes de los institutos armados logró agenciarse el control directo del ejército y de la policía. Garantizando al sector empresarial facilidades para hacer negocios –hubo quien vio aquello como una especie de paraíso a la inversión– el país logró una de las tasas de crecimiento más altas de la región.

Mucha más tranquilidad y menos violencia que la fatal ola delictiva que ha golpeado a los países del Triángulo Norte. Menos homicidios incluso que la pacífica Costa Rica. El derroche de asistencia venezolana, cuando los precios del crudo alcanzaron precios de extorsión, brindaron oxígeno suficiente al gobierno a tal grado que, con las cuentas fiscales equilibradas, pudo prescindir del fastidioso FMI. Sin embargo en la medida que esa fuente extraordinaria de recursos se ha ido agotando –con todo y que sirvió para repartir dádivas y subsidios a las comunidades desvalidas– la economía vuelve a aterrizar a la realidad. Las medidas de ajuste –recomendadas por las aves agoreras que no miden lo volátil de la situación política y social en estos países acabados– (elevando las cotizaciones del Seguro Social y modificando el sistema de jubilaciones) fue el fogonazo que encendió la hoguera. Protestas de descontento y brotes de crispación como no se habían visto en varias décadas. El gobernante no tuvo otra salida que derogar las medidas que provocaron la convulsión. Sin embargo, aquello no fue suficiente. La respuesta fue tardía. Continuaron las movilizaciones. Ahora, después de 36 muertos y centenares de heridos en los enfrentamientos entre estudiantes y las fuerzas de seguridad, la urgencia es buscar una salida a la encrucijada. Contrario a lo que sucede aquí que no pueden platicar sin la injerencia de metiches –y eso que la intensidad de la erupción allá en creces supera el alboroto que hubo acá (más menguado ahora, a medida que transcurre el tiempo)– han recurrido a la mediación de la Conferencia Episcopal.

La intervención de la Iglesia –como mediadora y testigo de honor en el diálogo nacional– fue solicitada por el sector privado e inmediatamente aceptada por el gobierno. Nada parecido a lo que ocurrió aquí que la Conferencia Episcopal apenas se limitó a instar a los políticos que concurrieran a la mesa a platicar. Si bien ese emplazamiento fue oportuno, prefirió no inmiscuirse como facilitadora, pese a que esa participación –tratándose de un problema de falta de confianza– hubiese sido celebrada por el auditorio virtud de la solvencia de que gozan muchos de los líderes espirituales. Opinaron que ese papel de buenos oficios para acercar a las partes encontradas a que discutan y resuelvan sobre los asuntos internos de un país soberano, conviene mejor dárselo a gente ajena. En Nicaragua por el contrario, para salir de su crisis, piensan que el diálogo es la ruta indicada –la “senda de reconciliación”– y que a los obispos hay que agradecerles que están “abonando al encuentro y la tolerancia” en esa zarandeada que ha tenido la nación.