Los poetas gemelos

Por: Patricia D´Arcy Lardizábal

El día de ayer vi que Enrique, traía bajo el brazo un paquete y al abrirlo noté que se trataba de tres libros, Juan Ramón Molina sus mejores páginas, “El silencio quedó atrás”, que es un testimonio de la huelga bananera de 1954 de Marvin Barahona, y “El Principito” de Antoine de Saint Exupery, una conmovedora historia compuesta de pequeños capítulos con ilustraciones muy sencillas elaboradas por el autor que emociona a miles de franceses por su enorme sensibilidad. El personaje principal es un pequeño príncipe, que vino de la tierra procedente de un asteroide donde tiene una rosa que lo ama y lo espera.

Enrique, de los tres me obsequió esas páginas tan selectas publicadas por la Editorial Guaymuras que califica a Juan Ramón como el más grande poeta modernista de Honduras, que nos dejó al momento de su desaparición física. -1908-, tanto su valiosa prosa como la enorme sensibilidad de sus versos, y al abrirlo aunque ya había leído alguno de sus poemas más trascendentes, como Salutación a los poetas brasileros, con el que ganó, se dice un famoso concurso en el que participaron todos los grandes de su época, incluyendo al gran Rubén Darío, quien se comenta al escuchar su maravilloso contenido, rompió el escrito que llevaba preparado por no considerarlo a la altura de las circunstancias.

Cuando veo nuestra biblioteca comprendo el porqué Juan Ramón escribió uno de sus artículos intitulado “La tristeza del libro”, en los que aparece condensada la melancolía de las enormes lecturas de todos aquellos que escribieron, desde los clásicos Platón y Sócrates, los genios antihelénicos como Aristóteles, cuyo pensamiento pasó a Roma y a Alejandría y a los herméticos conventos de la época feudal enriqueciendo la mente de los estudiosos e inclusive a los círculos de sabios y hombres eminentes que con su lectura y escritura llegaron a mejorar y a sobresalir en sus posiciones sociales y políticas.

Esa suavidad del libro con la inversión de Gutenberg a través de la imprenta permitió que el libro se multiplicara como que si fueran panes salidos del horno, dando a conocer entonces millones de volúmenes que fueron arrojados a la circulación de todo el mundo, poniendo el libro al alcance de toda la humanidad.

Pero en todas esas bibliotecas y librerías donde se amontona la producción mental de los hombres sin distingo de razas, según Juan Ramón Molina, “se desprende una sutil tristeza” en su profundo artículo “La tristeza del libro”. Una especial melancolía que refleja según él el inmenso dolor del espíritu humano condensado en miles y miles de volúmenes, por ello he comenzado a comprender que los que han hecho provisión de una vasta lectura, tienen en la faz cierto matiz de tristeza; talvez agobiados por el destino incierto de la humanidad. Para esas personas en quienes la lectura ha tomado el carácter de un vicio, cada volumen que cae en sus manos llega a ser, si bien es cierto, una fuente de placer, también a los más sensibles les causa sufrimiento.

Juan Ramón Molina en este libro empastado de color azul, se inicia con el prefacio escrito por Miguel Ángel Asturias, quien al hacer un análisis con el poeta gemelo Rubén Darío, hace un estudio comparativo cuando no era tan ampliamente conocido y le pide a sus congéneres literarios que Juan Ramón salga del olvido, que vuelva a estar presente su producción tierna, aérea, vegetal, del trópico, tal como él lo presumía y lo dijo alguna vez: Tal fui, en mi fugitivo paso por la tierra sombría, mi yo,/ compuesto extraño de azúcar, sal y hiel./ Tal fui porque fui hombre, OH! Soñador ignoto,/ pálido hermano mío,/ que en provenir remoto recorrerás las márgenes que mi tristeza holló./ Que el aire vespertino refresque tu cabeza,/ la música del agua disipe tu tristeza/ y yazga eternamente, bajo la tierra, yo!/

Juan Ramón Molina nació en esta linda Honduras a la sombra de los pinos en la ciudad de Comayagüela en 1875, de padre español y madre mestiza y escribió sus primeros versos en Guatemala a fines del siglo 19, donde se graduó de bachiller. Refiere Miguel Ángel Asturias, que murió en la ciudad de San Salvador, del corazón decía el parte médico, debido a los excesos de alcohol y morfina, murió en el olvido, en el exilio, me contaba mi abuelo, gran amigo del poeta, en aquella sociedad materialista en la que los seres que consagran la vida el espíritu no valen nada sino hasta después de muertos: “El mérito es el naufrago del hombre, vivo se hunde pero muerto flota”.

Por todo ello llego a comprender la sensibilidad de esos dos grandes del pensamiento, Juan Ramón y Darío que no me canso de repetir y de admirar: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,/ y más la piedra dura porque esa ya no siente,/ pues no hay mayor dolor que el dolor de ser vivo/ ni mayor pesadumbre que la vida consciente/. Su hermano gemelo en la poesía se expresaba así: “Ser del todo insensible,/ como la piedra dura,/ y no tallado en una doliente carne viva de nervios y de músculos. O ser como la hiedra que extiende sus tentáculos de manera instintiva”/. Lo fatal de Darío y el poema “Anhelo nocturno” de Molina, no pudo ser pura coincidencia pero parece que cuando estuvieron juntos en Brasil ambos se comunicaron la inspiración. Ellos dos terminaron siendo hermanos espirituales, ambos muertos con una copa de vino de las tantas que ingirieron para celebrar las alegrías y el dolor.

Ello me trae a la mente el desaparecimiento de un querido amigo, el poeta Roberto Sosa, que nos llenaba de alegría cuando venía a nuestro hogar, estaba preparando un libro: “A las memorias secretas de Froilán Turcios”, cuyo original tenemos en nuestras manos y tenemos que hacer todo lo que está al alcance para que ese olanchano no se quede en el olvido, no dudo que don Porfirio Lobo tratará de terminar esa obra maestra, orgullo de su tierra natal. Tengo en mis manos de puño y letra la obra de Roberto Sosa, que dice: Para el doctor Enrique Ortez, conducta ciudadana, personal amigo, Roberto Sosa, Tegucigalpa, 1990. Adiós amigo”.