LAS culturas económicas mesoamericanas –indígenas, hispánicas y mestizas–, se han caracterizado siempre, hasta el sol de hoy, por la predominancia del cultivo del maíz y de las extensas derivaciones culinarias de esta importante gramínea, que ahora mismo exhibe alcances universales, en tanto que el maíz se cultiva en diversas partes del mundo, ya sea como alimento humano o como forraje para los animales. Para alcanzar niveles de popularidad mundial, el maíz, tal como lo conocemos, ha llevado un largo recorrido histórico desde el momento en que los indios sedentarios de la parte central de México (tal es el consenso científico), ensayaron mil maneras, o injertos, hasta encontrar o elaborar la hermosa mazorca con granos, olotes y tusas que, en sus diversas variedades y colores (incluyendo las regiones andinas), hoy conocemos y disfrutamos. En el caso de Honduras los mayas de Copán, y los lencas de la zona centro-occidental, fueron devotos del cultivo del maíz y de sus derivados, desde tiempos inmemoriales.
Por eso resulta contraproducente que algunos esnobistas económicos pretendan quitar y desenraizar la cultura del maíz del alma de nuestros campesinos hondureños, diseminados por toda la rosa geográfica nacional, en tanto que son los que auxilian el abastecimiento de la canasta básica semanal. Es más, según algunos historiadores autorizados, los mismos estadounidenses fueron una cultura maicera durante todo el periodo colonial británico, con enormes cultivos subvencionados en la actualidad, bajo la consideración que del maíz también se extrae etanol, un ingrediente energético para diversas industrias. También se cultiva en gran escala en China Continental, Brasil, Unión Europea, Ucrania y Argentina. De tal modo que es una completa tontería continuar despreciando el maíz, que se produce en mayores proporciones que el trigo.
Una estrategia correcta sería la de ayudar a los campeños, sean grandes, medianos o pequeños, a cultivar exitosamente el maíz, con su conservación y su respectiva distribución, a la par de otros productos agroindustriales ya típicos en el trópico, como el frijol, el arroz, el plátano, el aguacate, la yuca, la patata, el melón, el jengibre, la piña, la caña de azúcar y el café, a fin de que además de surtir la indispensable canasta básica popular, tengamos capacidad de exportar los posibles excedentes hacia otras regiones del mundo, bajo la premisa –mitad real y mitad utópica–, que Honduras fue, durante la década del sesenta del siglo pasado, “el granero de América Central”, sobre todo el departamento de Olancho y sus zonas circunvecinas. En último caso hay evidencias documentales que Honduras fue, en todo el Caribe, el más importante exportador de carne salada, de cueros y de ganado en pie, durante la segunda mitad del siglo diecinueve.
Dentro del grupo de las leguminosas el frijol –también de origen mesoamericano según las últimas investigaciones genéticas–, se trata de un grano que es parte de la dieta básica indispensable del hondureño y de muchos otros pueblos del continente americano y del mundo entero, alimento que también se ha universalizado, para bienestar de los pueblos predominantemente pobres, ya que más de ciento cincuenta países lo producen. Sin embargo, es otro grano de la tierra que a veces recibe el desprecio de los tecnócratas. Con el agravante que en Honduras, siendo un país tradicionalmente maicero y frijolero, ha tenido que importarlo, por lo menos una vez, desde el Cuerno de África, por aquellas carestías en los meses de junio y julio. En consecuencia, la agricultura catracha debe modernizarse. Debe convertirse en un quehacer científico, mediante un bagaje de conocimientos básicos que sean transferibles a los humildes campesinos y campeños que incluso producen esos granos en las laderas y montañas.
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