Marcos Carías, la seria complacencia

Por Juan Ramón Martínez

A Marcos Carías, lo empecé a tratar en la Academia Hondureña de la Lengua. Antes le vi a la distancia. Serio, callado, tranquilo, sin prisa, en las aulas del CUEG en la UNAH. No fui su alumno, sino que de Ramón Oquelí. Después lo vi varias veces, participando en las discusiones que forzaron la creación de la segunda universidad pública del país, la UPN “Francisco Morazán”. Pero, la primera vez que conversamos, fue en el interior de la AHL, en donde con un grupo de compañeros, creímos que debería ocupar el cargo de director de la misma. Desde ese momento, participamos, durante cuatro años, en el proceso de institucionalización de la AHL, la que durante su gestión, fue trasladada en forma definitiva a la sede actual. Bajo su dirección, se inició la proximidad con el gobierno de la República, para que este honrara el “Tratado de Bogotá”. Consiguió en Madrid, copia del tratado original, mismo que no está en la cancillería hondureña. Escribió una larga carta al canciller. Este nunca le contestó. Pero sobre esas bases que él creara, me tocó construir e iniciar un proceso de relación en que por primera vez, el Estado de Honduras, asumió la obligación de cumplir un tratado que había firmado el presidente Villeda Morales en 1961.

Dotando de recursos a la Academia, brazo cultural del Estado hondureño, en la ejecución de sus obligaciones de proteger el idioma español, el instrumento principal de la comunicación entre los hondureños y base de la identidad nacional.

Marcos Carías era un hombre extraordinariamente serio. Y formal. Nunca le oí una carcajada; ni siquiera ante los peores chistes que acostumbramos los mestizos costeños. Era un hombre del interior, forjado en las montañas azules que hablaba Molina. Miembro de influyente familia capitalina. Pero dotado de una serena humildad que permitía, intercambiar las opiniones más disimiles, sin que se alterara o recurriera a los artificios del hondureño taimado; ni mucho menos, a la conducta de algunos compatriotas, humildes por fuera; pero arrogantes por dentro. Con una virtud de transformación que he visto muy pocas veces: cuando se paraba frente al auditorio, para dar una conferencia –debió ocurrir lo mismo en el aula– se transformaba en un excelente orador, con un manejo de lenguaje, en donde la monotonía se rendía, ante unas tonalidades que, tenían que ver con la profundidad y hondura de sus reflexiones. La primera vez que le oí, me costó salir del asombro porque hasta ese momento, creía que el don de la escritura, le había negado la capacidad de la comunicación. Además, era metódico en sus argumentaciones. Presentaba pruebas, repetidas veces, para sostener sus afirmaciones, de forma que era muy convincente y agradable escucharlo.

Nos guardamos mucho respeto. Y solo una vez, debido a mis limitaciones, me expresó una muestra de admiración sobre un discurso que escribí sobre Edilberto Cardona Bulnes. No me dio muchas explicaciones. Solo dijo, “es lo mejor que te he oído”. Y comenzó a hablar de otra cosa, con mucha naturalidad, para evitar que creyera que, jugaba conmigo al aplauso mutuo.

Quise visitarle en su casa. Siempre puso excusas. La última: que estaba reconstruyendo partes interiores y que había mucho polvo. Cuando me enteré de su enfermedad, pedí permiso para visitarle. La persona que respondió, dijo que no era el momento adecuado. De forma que, aunque cerca de las oficinas de la AHL, no pude saber de la gravedad de sus males. La última comunicación, días antes de su muerte, fue que “había ido al doctor”. Lo que me hizo pensar que no estaba en cama; ni hospitalizado. Cuando Ramón Romero me informó de su muerte, me sorprendí. Y, me afectó mucho, porque Marcos Carías en la parquedad de sus expresiones, era un hombre afectuoso con el cual, me sentía bien, hablándole y escuchándolo. Desde Madrid, Darío Villanueva, director de la RAE; Francisco Pérez, Secretario de la ASALE; Jorge Covarrubias de Nueva York, secretario de la Academia Estadounidense de la Lengua y Sergio Ramírez, (Premio Cervantes 2017), de Managua, hicieron llegar sus condolencias. Resaltando sus virtudes personales, su dedicación y contribuciones subsiguientes, al idioma común.
Su muerte me ha afectado singularmente. Pensé que podría acompañarnos un tiempo más, con su sabiduría, su educación y su sensibilidad. Y su seria complacencia. Paz a su alma.