37 AÑOS DE VIGENCIA

EL 11 de enero se cumplieron 37 años de vigencia de la Constitución de la República de 1982. Triste que no hubo acto especial o conmemoración alguna cuando se trata –aún con todo el manoseo de que ha sido víctima– de una Constitución garantista, de claros matices reformistas, de la más larga duración. Ha resistido las amenazas temperamentales de las conspiraciones, incluso la pretensión que hubo de talar el frondoso árbol de raíz por botar la rama que estorbaba las intenciones continuistas. No hay aspiración cimera que no se encuentre plasmada en su texto. Así que en nada es responsable la Constitución por las negaciones, las necesidades insatisfechas de la gente, las inequidades sociales y mucho menos el atraso insuperable. Eso solo es atribuible a los gobiernos, a las torcidas actitudes colectivas y a la nociva conducta de los políticos. El irrespeto a la Constitución nada tiene que ver con su contenido, ni mucho menos con su edad, sino a la desgraciada imprudencia que quienes tienen el deber de protegerla y honrarla sean tan irrespetuosos.

La Constitución se hizo pensando en que demócratas cuidarían de ella y que siempre respetarían el sagrado juramento que se presta ante el sagrado altar de la patria. Quienes recién asoman a estas trincheras donde se construye democracia, quizás vean de menos toda esa contribución que en el pasado se hizo por restaurar el Estado de Derecho. El complejo entarimado que permite que la sociedad hoy goce de los relativos beneficios de contar con ese marco jurídico que rige la vida normativa de la sociedad. La relativa paz social y estabilidad política que hoy se disfruta –pese al cúmulo de malestares nuevos o acumulados que perturban– no caen del cielo milagrosamente. Es obra tangible –si bien en proceso de permanente perfeccionamiento– que, con sus defectos y bondades, nos permiten convivir bajo un clima de libertades, atribuible a hombres y mujeres que circunstancialmente intervinieron en el preciso momento histórico que la patria demandó su concurso. Sentando los cimientos sobre los cuales edificar la estructura institucional. La Asamblea Nacional Constituyente que redactó el texto constitucional tampoco ocurrió por un juego de suertes. Tampoco fue por condescendencia de los mandos militares –que por 16 años tuvieron las riendas administrativas– que solícitos deseasen soltar el poder. Los violentos conflictos intestinos que sacudían la región urgían una solución.

Y fue en Honduras donde las presiones de distintos sectores nacionales –sobre todo de la prensa independiente, de las dirigencias empresariales y en cierta medida de los partidos políticos condenados a un prolongado ostracismo– obligaron al poder de turno a convocar elecciones. El gobierno norteamericano igual hizo lo propio para estimular el proceso. El jefe de Estado en Consejo de Ministros encomendó la elaboración de una ley electoral a un Consejo Asesor también integrado a capricho por representantes de gremios, agrupaciones populares, grupos políticos en formación donde los partidos tradicionales quedaban en franca minoría. Pensaron que aquello podía conducir a constitucionalizar al militar que para aquellos días ejercía el mando, con el apoyo de esas fuerzas organizadas a las que se les atribuía contar con la voluntad popular. Cosa que resultó ficción, ya que una vez iniciado el proceso de documentación e inscritos los partidos históricos la ciudadanía en su amplia mayoría concurrió atraída por los colores distintivos de sus antiguas banderas. De allí surge la Constitución vigente. El pueblo, convocado a comicios, inicia una nueva etapa de alternancia democrática de las fuerzas políticas en el ejercicio del poder.