NADIE que no se haya contagiado de trasnochada obcecación esperaba que las reformas políticas –para brindar nociones de mayor transparencia y confianza a los procesos electorales– ocurrirían de un solo sopapo. No hay que ser tan ignorante de la técnica jurídica y desconocer que en esta etapa de fin de legislatura lo que cabía hacer era reformar los artículos constitucionales que abrieran paso a lo demás. Ello es así porque toda enmienda constitucional debe ser ratificada en siguiente legislatura para quedar en firme. De no haberse llegado a acuerdos al finalizar la anterior, se hubiese desperdiciado todo el año sin cambio alguno. Así que en marzo, que finaliza el período de los magistrados del TSE, al Congreso Nacional no le hubiese quedado de otras que hacer otra elección de magistrados para el mismo tribunal, operando igual que como lo ha venido haciendo hasta ahora. ¿Sería ese el capricho de los obstruccionistas opuestos a la reforma? Seguir con lo mismo, pese a los duros cuestionamientos que ellos mismos arguyeron en contra de la credibilidad e imparcialidad del Tribunal Electoral.
Si la política fuese ética, ya ratos hubiesen desenmascarado esos grupos que nutren su intransigencia llevando la contraria a todo cambio que se haga. Con el fin mezquino que la crisis se agudice y así tener pretexto para seguir volando maceta contra el sistema. Aparte del avance logrado hasta ahora, resplandece como destello de esperanza que las fuerzas políticas en el Congreso de mayor volumen popular –pese a su distanciamiento acostumbrado en otros campos del disenso– llegaron a consensos necesarios en aras del bienestar nacional. Lo hicieron sin necesidad de metiches importados. Sin esa penosa supeditación a lo ajeno –de suplicar que mediadores extranjeros vengan a arreglarnos los problemas internos privativos de los hondureños–solo recurriendo a la intercesión de sus propios referentes. Algo que ni siquiera ocurrió en ese diálogo nacional mediado por la ONU donde los supuestos actores nunca se vieron la cara –como demostración infantil de falta de civilidad política– enviando emisarios a terciar en las conversaciones. ¿A qué obedece esa satanización que hacen de las negociaciones políticas decorosas si el diálogo, los acuerdos, los entendimientos son la única forma de evitar la violencia como la que desangra a Nicaragua y Venezuela? Lo otro, la adversidad nociva, ofensiva, ponzoñosa de los que atacan la virtud de alcanzar consensos, para que nada se arregle, lo único que le asegura al país es condenarlo al averno prendido en llamas donde van las almas en pecado.
Como esa infernal crisis que consume a esos otros pueblos torcidos que no pudieron congeniar. Hasta que la polarización y la radicalización partieron el país en dos mitades irreconciliables. Un enmarañado laberinto con multitudes atrapadas adentro sin ruta de salida, a no ser que un lado termine exterminando al otro. No hay sector nacional o invitado que no se haya manifestado alentado por los logros obtenidos. Lo hizo la sociedad civil, la OEA y la ONU. (Las mismas puertas que en su momento fueron a tocar los inconformes). Lo pendiente por resolver –la posibilidad de instituir una segunda vuelta electoral como el conflicto político jurídico de la reelección presidencial que solo el soberano puede dilucidar– atinadamente fue propuesto por la bancada del Partido Liberal (el lado que piensa en la Patria y no en el antojo sectario) en un proyecto de ley que plantea llevar ambos temas a un plebiscito. Libre presentó lo concerniente al término presidencial revocatorio por vía de un referéndum. El titular del Legislativo –tómenle la palabra– ofreció que vamos a la consulta directa popular. ¿Este paso adelante, no es motivo para ver las cosas con mayor optimismo o dicho de otra forma; con menos desaliento al infundido por el lúgubre discurso de los amargados?