Las mismas cosas y las mismas causas

Por Óscar Armando Valladares

En registros históricos universales sobreabundan hechos y personajes, de los cuales se recuerdan no tanto sus beneficios -de ordinario limitados- como los males que a su paso dejaron y las consecuencias a que dieron lugar. En misiva a su amigo Miguel González, el Sabio Valle razonaba: “¡Qué gloria sería la de la Europa si no hubiera enviado a la América más que luces y virtudes! ¡Con qué gratitud tan tierna se recordaría la inmensidad de sus beneficios! Pero envió conquistadores inhumanos, leyes injustas, órdenes opresoras… Las memorias son tristes en este aspecto, así como son alegres en el otro”.

La historia del género humano -añadía del Valle- no es más que una historia de acciones y reacciones; y entre unas y otras jamás hay igualdad matemática. Luego, formulaba la comparación siguiente: “Si un físico espera que un cuerpo elástico haga esfuerzos para volver a su antiguo estado desde el momento en que lo ve comprimido por la fuerza, un político debe temer reacción desde el instante en que hay acción injusta”.

Sin desconocer las concepciones e interpretaciones que en derredor de la historia se han formulado -idealistas, religiosas, materialistas-, ni los criterios -buenos, desagradables, objetivos, interesados- que se citan de continuo, parécenos necesario ofrecer pruebas al canto, como gustaba decir Alejandro Valladares, memorando algunos casos y cosas de aquellos que agenciaron notoriedad por los hechos que cometieron o los yerros que abrazaron.

El sha de Persia, Abas “El Grande”, administró y engrandeció el imperio, pero su nombre quedó infamado al destronar violentamente a su padre y decidir la muerte de sus dos hermanos. Agamenón, rey de Micenas y distinguido jefe de los héroes que sitiaron Troya, sacrificó a su hija Ifigenia, y su mujer, Clitemnestra, le dio muerte en compañía de Egisto, primo de Agamenón, con el cual vivía adúlteramente. Cleopatra, hermosa e inteligente, reinó en Egipto con su hermano y esposo Tolomeo XII; pasó a ser amante de Julio César; conoció y sedujo a Marco Antonio; quiso hacer lo mismo con Octavio y, al final, se hizo morder de un áspide. Dionisio, tirano de Siracusa, protegió las letras, aunque puso en la sombra a Aristocles -Platón- y en banquete en honor de Damocles infirió a este el sobrecogimiento de su vida al colgarle una espada -directa a la cabeza- prendida en un hirsuto “cabello” de caballo.

Ítem más: Gaspar Rodríguez de Francia, mandamás paraguayo de honrado proceder, fomentó la agricultura y la pequeña industria; a la par, suprimió las libertades públicas e hizo fusilar a los próceres Yegros, Iturbe y Montiel, almas de la independencia. Porfirio Díaz, detentó el poder en México por más de seis quinquenios, palpables por el dominio oligárquico y la ausencia de justicia social, no obstante haber dado impulso a las comunicaciones y la minería. En Guatemala, Jorge Ubico tuvo idéntica conducta entre 1931 y 1994; en apenas un año acordó el fusilamiento de una centena de opositores, actos que eclipsaron la obra física y los pinitos culturales que emprendió. Maximiliano Hernández, militar salvadoreño, ordenó la deuda pública y creó varios bancos; oprimió a la ciudadanía, al degenerar su gobierno en un régimen policíaco; derrocado en 1944, se vino a vivir a Honduras, siendo ajusticiado por un compatriota suyo en 1966.

El país de higueras y pinos no se ha librado de ese dual avatar: de servir y ser vil, añudado principalmente a los mandos dominantes. José Justo Milla, independentista, luego peón de Arce, depuso al prócer Herrera; Francisco Ferrera, soldado de Morazán, más tarde su enemigo a muerte; Santos Guardiola, soberanista, cómplice en el fusilamiento del probo Joaquín Rivera; Manuel Bonilla, adicto a lo cultural, donante de exhaustivas concesiones al imperio bananero; Terencio Sierra, constructor de carreteras, espadón que engrilló al poeta Molina; Paz Baraona, abrió caminos y escuelas y cerró la revista Ariel de Froylán Turcios, a influjos de la “embajada”; Tiburcio Carías, cesó las montoneras e invocando la “paz” comandó 16 años de drástico continuismo; Suazo y Azcona, reasumidores del régimen civil, auparon la política armamentista de EEUU en Centroamérica; Manuel Zelaya, agente de importantes medidas sociales, no teniendo consigo apropiadas condiciones afanó una consulta que cohonestó su caída y el ascenso de una década fatídica que, a la vez, produjo el fenómeno de los indignados; Juan Orlando Hernández, gestor de tareas constructivas -abultadas por la propaganda-, afectó a la mayoría, venida a menos por males entretejidos: fraude, corrupción, narcotráfico, desempleo, privatizaciones, violencia, endeudamiento, proliferación castrense…

Siempre, siempre, las mismas cosas, las mismas causas y en general los mismos resultados; por lo que no es tan simple ni ligera la afirmación de Heliodoro Valle: “La historia de Honduras puede escribirse en una lágrima”, ni el agregado al día de Roberto Sosa: “o en la punta de un fusil”…, divergentes de la línea escribidora oficial.