El prójimo y los sofistas

Por: Segisfredo Infante

Hay varios tipos de “amor”. Uno de ellos tiene que ver con el amor desinteresado al prójimo, sobre el cual se pronuncian las antiguas escrituras bíblicas. Sobre todo si tal prójimo es absolutamente desconocido para el transeúnte. En cierta ocasión, hace muchos años, recogí a un pre-adolescente de la calle que había sufrido un accidente. Lo recogí en un taxi y lo llevé al hospital “Materno Infantil” para que lo atendieran. Me preguntaron que si acaso yo tenía carro o motocicleta y que si yo lo había atropellado. Ni tenía carro (y hasta ahora nunca lo he tenido) y mucho menos la odiosa motocicleta. Otra vez con Aristóteles Gómez (un entrenador de fútbol y corrector de pruebas ya fallecido), recogimos a otro muchacho accidentado a la altura del puente “La Isla” de Tegucigalpa. También nos preguntaron lo mismo. Personalmente me desplacé hacia el barrio “El Chile” para ir a buscar a su familia. Creo que también me vieron como un posible sospechoso. El caso es que desde aquellos años me da cierto temor tratar de atender a los desvalidos en la calle, porque la policía y los familiares están “siempre en vigilia”, como decían “Los Polivoces” de un programa de televisión mexicana, por lo que uno se siente inculpado por tratar de auxiliar a los demás. En Nicaragua, recientemente, el gobierno sandinista semi-totalitario prohibió que los médicos y enfermeras atendieran a los heridos de la oposición. En algunos países europeos y en la República de Chile, las cosas son al revés. Allá se puede perfectamente denunciar, como si hubieran incurrido en una especie de delito, a las personas que pasan de largo del punto en que se encuentran los enfermos, los atropellados y los prójimos abandonados a expensas de la indiferencia modernísima de los indolentes.

El concepto de “prójimo” aparece en las “Diez Palabras” (o “Diez Mandamientos”) de la Torá o Pentateuco del Antiguo Testamento. También en un enunciado clásico dentro de la prédica de Jesucristo en los Cuatro Evangelios. No se trata de un amor y de un respeto abstracto, mucho menos ritual, hacia la otra persona humana. El discurso del apóstol Santiago es un ejemplo clarísimo al respecto. Se trata de algo que tiene que traducirse en obras concretas y amorosas para la satisfacción íntima o incluso para la salvación personal del individuo y de la colectividad. No se debe, por consiguiente difamar, menospreciar, ni calumniar impunemente al prójimo, pues “con la misma vara que mides serás medido”.

Nuestra época actual, sin embargo, está recargada de indolencia, altanería, lenguajes ligerísimos y frivolidad. Detrás de esa frivolidad se encuentran la soberbia, los complejos de inferioridad y un gradual proceso de deshumanización de la especie. El ser humano individual no llega siquiera a convertirse en un número estadístico, tal como lo expresaba un poeta catracho, allá por 1985, en tres estrofas bajo el título “Carta breve a un amigo distante”.  Mucho menos se toma en cuenta el verdadero ser humano pensante en los países periféricos, en donde el pensamiento profundo es desechado por el simple hecho de ser periférico, sosegado y reflexivo, aun cuando en las grandes metrópolis solamente repitan o sinteticen lo que ya se ha expresado por escrito, durante años, en países como Honduras.

Sócrates, un hombre pésimamente vestido y de características faciales bastante feas, evidenció en la plaza pública de Atenas, la enorme belleza de su espíritu interior, al distanciarse de sus “amigos” los sofistas, cuya misión principal (la de los sofistas) era ganar las discusiones con grandes habilidades retóricas, aun cuando casi nunca tuvieran la verdad ni tampoco la razón consistente. Sócrates amaba la ciudad de Atenas y a sus prójimos, es decir, a los ciudadanos de la “polis”, por lo cuales prefirió morir antes de renunciar a sus principios centrados en la búsqueda paciente de la sabiduría y en el amor democrático a los atenienses, en una época en que la Metrópolis de Atenas se encontraba en constantes pugnas mortales con los espartanos (poderosos e “invencibles”), y en pugna con varios de sus amigos y conocidos atenienses. Los frívolos, mentirosos y difamadores terminaron venciendo en la plaza pública a Sócrates. Pero solo por un tiempo. Al pasar los años y los siglos el pensamiento filosófico moralista de Sócrates centrado en la importancia personal del hombre individual y colectivo, se impuso por encima de los guerreristas espartanos; la abrumadora tecnología del Imperio Persa; del Imperio Romano y de otros imperios por venir. Desde luego que en esa ardua y larga tarea de sobrevivencia se convirtieron en auxilios indispensables las contribuciones escritas de Jenofonte, Platón y Aristóteles, y de algunos autores marginales más o menos benevolentes del futuro posterior.

El poeta polaco, de línea más o menos existencialista, señor Karol Josef Wojtyla, más conocido como Papa Juan Pablo Segundo, expresó en algún momento que “el amor me lo explica todo”. Esto lo expresaba un hombre profundamente religioso, que había padecido las persecuciones inmisericordes de los nazi-fascistas contra los judíos y contra la Iglesia Católica durante la Segunda Guerra Mundial. También había sobrevivido a la intolerancia extrema de los “comunistas” ateos del Imperio Socialista Soviético y de la Europa del Este.