LAS ferias patronales se remontan a la Edad Media de Europa Occidental y Oriental. Y también al largo periodo colonial de cada una de las provincias latinoamericanas, en donde cada pueblo de indios, por influencia directa de los curas y frailes doctrineros que aprendían las lenguas indígenas, celebraban festividades fervorosas a sus “santos patronos” específicos, con el fin de aproximarse a las enseñanzas evangélicas, y de intercambiar mercancías y costumbres. De ahí proviene el “Guancasco” que se observa entre varios caseríos, aldeas y municipios del interior de Honduras. El “Guancasco” es una especie de acto religioso reconciliador entre los pueblos, que proviene de la vieja España y rescata ciertas costumbres prehispánicas. Una mixtura cultural, para decirlo en otras palabras.
Tal religiosidad de las ferias patronales se ha observado a lo largo y ancho de los siglos, igualmente en los pueblos de vecinos españoles. Lo mismo que en las zonas intermedias de “pardos, mulatos y mestizos”. Es importante subrayar que varias de las múltiples advocaciones con las cuales se conocen los nombres de los “santos patrones”, significan una forma local de referirse a personajes bíblicos generales y a los mártires reales en la historia de la Iglesia Católica. Uno de los ejemplos más llamativos es del “Cristo Negro de Esquipulas” en Guatemala, y varios “cristos negros” en el interior de pueblecitos coloniales del interior de Honduras, como el del municipio minero de Santa Lucía, en que se representa, por la vía de los símbolos, el mestizaje colonial y republicano.
En México es altamente importante la maravillosa advocación de la “Virgen María de Guadalupe”, que es una virgen mestiza, y que en tiempos recientes fue declarada, por un pontífice singular, en “Patrona del Continente Americano”. Honduras ofrece su caso especial con “Santa María de Suyapa”, que congrega en la Basílica de Tegucigalpa a decenas de miles de hondureños justamente en estas fechas. Las personas más humildes de nuestro país sortean toda clase de dificultades para viajar desde las más remotas aldeas, y poder contemplar por unos minutos la figura de la “patroncita”. Otros, desde luego, aprovechan la ocasión para comerciar y disfrutar las fritangas del entorno, tal como ha ocurrido desde tiempos medievales y coloniales, sin menoscabo alguno de los verdaderos creyentes, que son la gran mayoría.
Las fiestas religiosas populares con sus posibilidades de intercambios comerciales, han sido muy poco estudiadas en nuestro país. Pero hubo un historiador que había comenzado a realizar tales investigaciones documentales, tanto en Honduras como en las proximidades de El Salvador, que sin embargo falleció a una temprana edad. Otros debieran recoger sus proyectos y materializarlos en libros. De hecho en los últimos congresos de historiadores centroamericanos se ha abordado el arte religioso colonial como un legado que debe inyectar identidad y orgullo a las sociedades mestizas de esta remota parte del mundo. Algunos jóvenes historiadores han investigado el importante tema económico y religioso de las cofradías, como en el caso de la “Cofradía del Valle de Amarateca”, que fue la más importante contribuyente en la jurisdicción de la villa de San Miguel de Heredia de Tegucigalpa, conocida también como “Alcaldía Mayor”.
En la Europa Medieval los segmentos de la futura burguesía comenzaron a surgir justamente en torno de las abadías, los burgos y pequeñas ciudades, en donde se celebraban las fiestas patronales y se intercambiaban productos de diversas latitudes. Por lo menos una vez al año se reunían los pobladores y comerciantes para celebrar fechas conmemorativas y las fiestas de sus propios “santos patronos”. Así que el comercio, la coexistencia pacífica y la religiosidad popular han viajado de la mano en el curso de la historia occidental.