Por Segisfredo Infante
Una de las tantas facetas de la democracia política contemporánea es que a veces se comporta demasiado permisiva consigo misma y con los demás. De tal suerte que abre espacios para que mediante la instrumentalización democrática, sus enemigos libérrimos coloquen dinamitas verbales y factuales para destrozarla desde adentro. Esto mismo hemos expresado en varios artículos. Pero creo que conviene recapitular con nuevos tonos, que pueden resultar un poco fuertes al oído sensitivo.
Comprendo que el término “verborragia” es bastante pesado. No me gusta para nada cuando se trata de referirlo a los comportamientos retóricos del prójimo. Pero ocurre que en los tiempos de la banalización de casi todo, esta práctica pública ha cobrado fuerza, dentro de una inusual estructura de contradicciones. El británico Mark Thompson ha publicado un libro titulado “Sin Palabras” (2017), para ventilar precisamente la dilemática del lenguaje dentro de un mundo político en donde se habla demasiado sin decir nada que posea contenido sustancioso. O, como sugeriría Guillermo Hegel, vivimos en una esfera en donde se abusa mediante “conceptos” vacíos de sustancia real.
Lo experimentamos en la campaña política hondureña del año pasado, en donde algunos personajes se dejaron llevar por un afán profético que nunca habían poseído, a fin de justificar las consecuencias supuestamente negativas que ellos imaginaban y legitimaban con varios meses de anticipación. Pero también este “nuevo” fenómeno ha ocurrido en otros países y momentos del mundo entero. (“Nihil Novum Sub Sole””). Digo esto porque los agoreros de turno ni siquiera conocen el marxismo-leninismo desde cuyo modelo teórico los profetas marxistas (y seudomarxistas) vaticinaban “científicamente” el futuro de toda la humanidad. Ahora los vaticinios dogmáticos parecieran provenir desde otros cuadriláteros ideológicos, en donde varios individuos, con bastante nivel académico en algunos casos; y en otros casos tal vez sin ninguna formación histórico-política consistente, se dedican a profetizar “científicamente” el futuro de cada país, sin considerar para nada, o muy poco, el factor “equis” del ser humano en cuestión. Algunos nuevos políticos, oriundos de bandos opuestos y extremistas, han venido a sustituir la profecía utópica marxista. O el “progresismo infinito”, e indetenible, que pregonaban los positivistas duros de finales del siglo diecinueve, con ciertos antecedentes iluministas y empiristas en el siglo dieciocho.
El libro de Mark Thompson intenta demostrar que “El lenguaje importa”; porque “basta leer a Platón o a Thomas Hobbes”. El dilema es que vivimos en una época tremenda, en donde la buena retórica, en el viejo sentido aristotélico del concepto, ha sido desplazada por la vaciedad, la vulgaridad y por los labios habilidosos de cada turno. El lugar de la elocuencia ha sido suplantado, verborrágicamente, por el nuevo especialista en ofender la personalidad de los adversarios ideológicos, sean reales o ilusorios. El “argumentum ad hominem” se ha puesto de moda nuevamente, pero ahora con mayor fuerza que nunca, en tanto que se ha globalizado. Es decir, se ataca a la persona humana, o a la institución, en vez de atacar los argumentos para demostrar su invalidez o, por el contrario, para resaltar involuntariamente la gran consistencia discursiva del contrario.
Un “argumentum ad hominem” exhibe la ventaja cortoplacista que su protagonista juega con la ignorancia de las personas humildes. O desinformadas del tema sobre el cual se pretende debatir. El verborrágico de turno se vale también de la “falacia de autoridad” que le regala su currículum académico, su poder económico o su capacidad mediática. Lo hemos observado en los pobres escenarios hondureños, y en algunos momentos hemos mencionado sus nombres, en contra de nuestro propio estilo, que es el de señalar el pecado, pero nunca al pecador, a menos que el pecador se empeñe en ser señalado.
La verborragia hace daño personal e institucional. Incluso le hace daño a la misma persona que posee este terrible defecto “retórico”. A veces produce cansancio en el ánimo de los oidores y espectadores. Por ejemplo, varios ciudadanos han detectado que el señor Omar Rivera se pronuncia sobre todos los temas habidos y por haber, sin conocer los límites de su discurso. Creo que “Don Omar” es por principio de cuentas un hombre bueno y talentoso. Pero también es víctima de una época cargada de banalidad y de verborragia por doquier. Esa que termina por fastidiar a la ciudadanía. Podría subrayar otros posibles nombres. Pero debo llamarme a un prudente silencio. Un silencio estratégico, tal como lo expresé en un artículo publicado hace tantísimos años. O tal vez décadas.
Cuando algunos amigos periodistas (de ambos sexos) me invitar a participar durante tres minutos de televisión, trato de auxiliarlos. Pero cuando siento que el tema es ajeno a mis conocimientos del momento, brevemente les explico que nunca me ha gustado opinar sobre aquello que desconozco. Sobre todo si se trata de puro coyunturalismo. Finalmente, todos estamos tentados a caer en verborragia. Sin embargo, tratemos de evitarla.