Roma o el caótico acontecer de la vida

Por: Julio Raudales

Algo en mi subconsciente debió intuir la hecatombe de sentimientos, reverberaciones y el preludio de melancolía que se avecinaban el pasado diciembre -15 si no me traiciona la memoria- día fijado por NETFLIX para el estreno mundial de Roma, dirigida por Alfonso Cuarón. Afamada producción cinematográfica, cuyo innovador formato, ya anunciaba otra manera de ver las películas.

Abrí la pantalla de mi “tablet” con la ansiedad que ya marcaba aquella tarde sabatina; con la misma trémula esperanza con que cada mañana de domingo iba agarrado de la mano de mi padre, de mi primo mayor o de la misma Vilma, al cine Presidente en el barrio Guanacaste o al Clámer en la avenida Cervantes, ansioso de que el telón se corriera y poder ver en la enorme pantalla, la destellante magia de vidas que no eran las nuestras: la de Blue Demon o del Enmascarado de Plata, la del Llanero Solitario y Toro y aun la de Sandro o Raphael. Algo había de distinto y surrealista en el brillo de aquel pedazo enorme de tela, algo que me hacía vivir de otra manera por un par de horas.

Esta vez era distinto, no solo por la ausencia de caminatas matinales de domingo desde el barrio La Concordia donde vivíamos, hasta el “Variedades” o cualquier otro cine del centro; tampoco por la notable diferencia entre sentarnos en la incómoda butaca de aquellas lunetas y la confortable posición frente al “Smart TV” donde, al alcance de un botón, aun la vida parece estar a la mano.

La verdad es que me senté a ver la película con más expectativa que prejuicios (y eso es bueno), intentando más bien practicar el método recomendado por John Rawls a sus alumnos cuando se acercaban a estudiar procesos sociales: tender previamente un “velo de inocencia”, dejar juicios y pre-juicios a un lado, aplicar ese “solo sé que nada sé” socrático y esforzarse en pensar como si por primera vez nos encontráramos frente a un hecho. Con la curiosidad de los niños.

Fue una hermosa sorpresa. Cuando la terminé de ver, me di cuenta de que Cuarón al filmar su obra, había hecho más o menos lo mismo: ponerse en el lugar del niño que una vez fue y recordar momentos de su vida, no con la mente del hombre sabio y ducho que ha llegado a ser, sino asumiendo al niño que había sido él, pero filmado con la técnica, sapiencia y sensibilidad del adulto que es. Lo logró. Y ahí reside justamente la grandiosidad de Roma: La estricta fidelidad de un director consigo mismo, con lo que una vez fue y a la vez, con lo que uno no termina nunca de ser: una continuación de un pasado infantil que en la mente nunca cesa de estar.

En la Roma de Cuarón la maldad y la bondad son transversales. Tanto el dueño de casa, el doctor Antonio, como Fermín el pobretón novio de Cleo, son unos perfectos cabrones. El primero abandonó a su mujer por otra, dejando de enviar dinero a la familia. El segundo, embarazó a Cloe y al enterarse salió corriendo como si hubiera visto al diablo. En ambos casos la maldad surge de una característica de marca latinoamericana: la imposibilidad de asumir responsabilidades. Ni las primarias (familia) ni la de las más altas cúpulas del poder.

Luego ese asesinato a los estudiantes -contado según la memoria de Cuarón- “El Halconazo” (junio de 1971), cometido por los paramilitares del gobierno de Luis Echeverría Álvarez, quien se desentendió de lo acontecido aduciendo simplemente no haber sido informado.

Y justo en medio de ese caos ético surge el compromiso de algunos seres con la vida. Un milagro: El de Cleo que quería tanto a los niños de una familia que no era la suya. El de las dos mujeres abandonadas, la patrona y la sirviente (“solidaridad de género”, dirían mis amigas feministas). Porque Roma, lo quiera usted o no, es una película de amor. No de parejas ni de amantes, sino de amor a la vida, de amor al prójimo, de ese amor que impulsa a Cleo a hundirse en las olas del mar sin saber nadar para salvar la vida de los niños a punto de ahogarse, ¡en fin!, de ese amor que es más fuerte que la muerte, dicho en estricto sentido humanista.

Así es Roma, como la vida misma, un simple acontecer de hechos: algunos buenos, otros tristes y otros simplemente lánguidos, igual que los domingos de la Tegucigalpa de mis primeros años, con sus calores y sus imágenes que ahora recuerdo en blanco y negro, como al fin y al cabo es el preludio de los sueños.

Economista y sociólogo, vicerrector de la UNAH.