LEER POESÍA

Marco Antonio Campos

Hacia los sesenta años, cerca del invierno de su vida, Pablo Neruda escribió un poema a menudo citado por los críticos:

Y fue a esa edad… Llegó la poesía
a buscarme. No sé, no sé de dónde
salió, de invierno o río.
No sé cómo ni cuándo,
no, no eran voces, no eran
palabras, ni silencio,
pero desde una calle me llamaba,
desde las ramas de la noche,
de pronto entre los otros,
entre fuegos violentos
o regresando solo,
allí estaba sin rostro y me tocaba.

¿Cómo se origina o se forma en nosotros la poesía? ¿Cómo llega? ¿De dónde? No sabríamos, nadie sabría explicarlo. Simplemente acaece que un día hay un llamado en nosotros del corazón y del alma que quiere expresarse en palabras hechas música para poder hablar al corazón y al alma de los otros.

Pero ¿por qué cité a Neruda? Porque muy pocos como él, me doy por creer, han confiado tanto en la misión del poeta como catalogador de las cosas y como cantor de los países del mundo y de los pueblos, y porque muy pocos como él, hicieron que sus versos se convirtieran en raíces, en frutos, en vides, en pájaros, en ocasos. Una de las líneas más intensas de la poesía latinoamericana es esa poesía objetiva de infinitas llanuras, de cordilleras heladas, de tumultuosos ríos, de navegaciones por mares de colores apagados o deslumbrantes, de desiertos de oro y noche, de litorales que se alargan al horizonte hasta parecer el horizonte. En su labor de poeta, Neruda se propuso fabular y nombrar las cosas del mundo para revelarlas en una casa de maravillas; como Walt Whitman o Ezra Pound logró la hazaña. En 1964, cuando traduce Romeo y Julieta, en un iluminado artículo (“Shakespeare, príncipe de la luz”, Neruda escribe: “En cada época un bardo asume la totalidad de los sueños y la sabiduría: expresa el crecimiento, la expansión del mundo. Se llama una vez Alighieri, o Víctor Hugo, o Lope de Vega, o Walt Whitman”. Es muy probable que Neruda pensara íntimamente que en el siglo XX ese bardo fue él mismo, “el gran organizador de sueños”.

El poeta crea, a base de imágenes y metáforas, con personas, animales, aves, peces y cosas del mundo otro mundo, es decir, hace una gran labor de transformación: a una forma que existe en el mundo él la convierte en una forma verbalmente armoniosa. Por esas posibilidades infinitas de transformación la poesía perdurará por todos los días y uno más. El periódico envejece al día siguiente, Homero es nuevo cada día, dijo Charles Péguy. Si el poeta crea una obra distinta y única quedará en los siglos y en los años.

El doctor Samuel Johnson escribió que si le preguntaran ¿qué es la poesía? no sabría responder, pero si le preguntaran ¿dónde está la poesía? lo señalaría de inmediato. Nada más cierto. Sin embargo, cada poeta, al ir escribiendo a lo largo de los años, va dando sus propias definiciones a esa pregunta que, o no tiene respuesta, o sus respuestas no tienen fin. Yo definiría a la poesía, por ejemplo, como la ventana por donde puede verse hacia el jardín o hacia dentro de la casa, y los dos lados son igualmente verdaderos. O podría decir de otra manera que la poesía es la historia íntima y secreta del alma del poeta.

Borges señalaba que es un error creer que “la prosa está más cerca de la realidad que la poesía”. Tengo para mí que está en lo correcto. Voy a poner dos casos de mi propia experiencia. El primero es sobre autores cuya lírica me hizo vivir más intensamente los sitios que describen. Pienso en Odisseas Elytis, a quien leía en las islas o en los barcos mientras sentía el oleaje del mar, el peso del sol y la llamada del viento griegos; pienso también en Georg Trakl, cuya poesía me hizo contemplar de otra manera y de nuevo la ciudad de Salzburgo: el río que corta la ciudad, los cerros como vigías en el centro, los jardines geométricos, las fuentes de caballos, las plazas dominicales, los sitios históricos y religiosos, las estaciones de frío o de verdor.
El segundo caso, podría ser, digamos, una fiera terrible y deslumbrante: el tigre. Después de leer poemas de William Blake, de Jorge Luis Borges o de Eduardo Lizalde, el tigre ya no es para nosotros el mismo. Su elegancia exacta y su resplandor restallante contienen a la vez, gracias a la poesía, una más honda realidad y una vehemencia emblemática.

El lector, al acercarse a la poesía, debe ante todo sentirla e imaginarla, luego, tratar de comprenderla, y por último, hasta donde se pueda, tratar de explicársela y explicarla. Digo, hasta donde se pueda, porque un poema nunca puede explicarse del todo, porque en ese momento muere.

Tratemos de ver, por ejemplo, estos versos de Apollinaire:
Notre histoire est noble et tragique
comme du tyran la masque.
(“Nuestra historia es noble y es trágica/ como del tirano la máscara”).

Aun antes de comprenderlos son versos que me impresionan, pero al irlos desentrañando, me doy cuenta de que en su contraste tratan una realidad terrible y absoluta. El primer verso parece una definición sustancial de la historia, pero el segundo le da toda su dimensión sangrienta. La máscara del tirano, como en el teatro o en el carnaval, como él mismo que se la pone todos los días, es noble y trágica, pero la cara detrás de la máscara, se sugiere en los versos, es la de un hombre capaz de las peores atrocidades. Esto que digo es también esencial en el poema: es más importante sugerir que decir. Un poema nunca debe darse del todo. Siempre, como decía Paul Valéry, debe guardar su secreto. No importa si un poema se escribe de una sentada, o si se corrige una semana, o quince días, o un mes, o meses, o años; lo que importa es que conserve su frescura y su espontaneidad y parezca escrito apenas hace un momento, pero cuando lo volvamos a leer en el futuro debe parecernos que es distinto y que tal vez no lo hemos entendido del todo.

Tampoco importa si la poesía es subjetiva u objetiva, si está escrita solo con metro o con metro y rima o juegue con las acentuaciones o esté en verso libre; tampoco si el poeta toca muy bien una o dos cuerdas (Jaime Sabines, César Vallejo), o varias cuerdas (Vicente Huidobro, Jorge Luis Borges, Juan Gelman), o muchas cuerdas (Víctor Hugo, Pablo Neruda, Octavio Paz); lo importante es que esté bien hecha, es decir, que haya una misteriosa armonía en la relación de las palabras. O dicho con palabras de T.S. Eliot al final de su ensayo sobre el verso libre “no existe una división entre verso tradicional y verso libre, porque solo hay versos buenos, malos y el caos”.

César Vallejo

Permítanme poner otro ejemplo de un verso inolvidable, uno que llevo siempre en el alma y el corazón, en este caso, la famosa línea de Garcilaso, que se oye como un ritornelo inmensamente triste a lo largo de la “Égloga I”:
Salid, sin duelo, lágrimas corriendo.

Dicho en el poema por el pastor Salicio, alter ego de Garcilaso, se refiere a la tragedia de la muerte de Elisa (Isabel Freyre), la amada del poeta, y suena más triste en nosotros también por contraste: lo que nos emociona más es la dignidad del llanto: las lágrimas, pese al fallecimiento de Elisa, salen pero sin luto.

O permítanme recordar también un verso de Hölderlin, que en mi opinión da toda la importancia histórica de la poesía y me hace pensar en los poemas que están íntimamente ligados al nacimiento del pueblo judío, como la Biblia, o del pueblo griego, como la Ilíada y la Odisea, o del mexicano, como los mitos cosmogónicos: Dice Hölderlin: Was bleibet aber, stiften die Dichter (“Pero lo que perdura, fúndanlo los poetas”).

Hay veces, por ejemplo, que no comprendemos un verso o un conjunto de versos pero por la entonación sentimos que hay allí una honda poesía. Me gustaría citar estas líneas de Vallejo, escritas para su mujer, la francesa Georgette Phillipart, donde no entendemos nada, pero nos hacen sentir una ternura que nos toca la raíz misma del alma:
¡Dulzura por dulzura corazona!
¡Dulzura a gajos, eras de vista,
esos abiertos días, cuando monté por árboles caídos!
Así por tu paloma, palomita,
por tu oración pasiva,
andando entre tu sombra y el gran tesón corpóreo de tu sombra.

O este, que se halla en la parte primera de “Little Giding”, de T. S. Eliot, que desde la primera vez que lo leí, y después, cuando lo he releído o lo recuerdo, me causa una dicha iluminada que me roba la respiración, pero nunca he sabido, en verdad, qué significa: The Zero, the unimaginable Zero summer (“El cero, el inimaginable verano cero”).

Yo creo que un lector común o un lector leído o un poeta a quienes no les interesa la crítica sino el goce del poema, pueden prescindir de leer a poetas que no les son afines, pero el historiador o el ensayista que aspire a tener una visión totalizadora, debe también educar su gusto para poder apreciar lo que no le es afín. Sabemos que Borges no tenía mucho entusiasmo por esa suerte de poesía hermética, lejana a la espontaneidad, como aquellas de Mallarmé, Valéry y Eliot, o por los contenidos de disolución y putrefacción de Baudelaire, Rimbaud o Trakl, pero hubiera sido incapaz de decir que, porque no le eran naturalezas análogas, los expulsaba de la lista de los poetas mayores. A Neruda, según comentarios vertidos, entre ellos a Jorge Edwards (Adiós poeta…), no le gustaban poetas intelectuales como Borges, Huidobro y Paz. Fuera de que es dudoso designar estrictamente a estos poetas como intelectuales, sobre todo Paz y Borges, pues buena parte de su obra es confesional y en momentos desgarradoramente sincera, al final de su vida, en sus memorias (Confieso que he vivido), Neruda decía que debía eliminarse la envidia entre pares, porque después de todo, en el cementerio de los elefantes, cabían poetas de todas las tendencias.

Yo diría que la poesía es un oficio, o si se quiere también, una profesión. Como un artesano, o un obrero, o un empleado, o un profesionista, el poeta debe trabajar y vivir intensamente sus ocho o diez o doce horas al día, o si se quiere más. Debe leer mucho de lo mejor que se ha escrito de su arte y debe ejercitarse infatigablemente en la escritura, pero también debe acercarse a las otras artes y debe conocer la realidad social y política que lo rodea. Desde luego a ningún principiante se le puede recomendar que empiece leyendo a Dante, Góngora o Mallarmé; debe ir siguiendo, con una buena guía (yo recomendaría para esto, por ejemplo, el ABC of Reading de Ezra Pound) a los buenos y grandes modelos a través de la historia que resultan más accesibles para ir desarrollando su sensibilidad e imaginación. Debe vivir intensamente, reitero, porque si no es de sus propias experiencias ¿de qué va a escribir? Lo suyo, por muy bien escrito que esté, sería entonces literatura de literatura. El poeta se convertiría en otro u otros, no sería nunca él mismo. Si no hay autenticidad en sus experiencias, el poeta es un simple imitador. En ese oficio o profesión que es la poesía, debe uno escribir y corregir día tras día. Debe aprender de los propios errores. Debe ir desechando en la corrección la hojarasca que va encontrando en el poema. Aprender que la autocrítica verbal es también una autocrítica del alma. Los genios precoces se cuentan en la historia con los dedos de la mano.
Desde luego, algo de lo más difícil al escribir un poema es el primer verso. La primera línea, decía Valéry, la dan los dioses, y después uno se las arregla como puede. Al escribir un poema, a diferencia de la prosa, la música de las palabras nos va llevando, se van combinando en los versos lo racional y lo irracional, y a veces lo irracional acaba resultando lo más bello. El primer verso de un poema, el que da el tono y el vuelo, es tan importante como el verso final. Si no cerramos bien, el poema suele caerse en buena medida, y si es breve, caerse estrepitosamente. Es como si el torero falla en la estocada final luego de una excelente faena: se pierde mucho del sabor de lo muy bueno que hubo antes.

Por supuesto creo en la inspiración, pero ésa que nos hace escribir mejor, solo llega de pronto después de mucho tiempo de trabajo y nos hace escribir, o suponemos que nos hace escribir, más bellamente que antes. Quizá en la historia moderna de la poesía, o al menos en el siglo XX, no hay caso más extremo de inspiración, que el que tuvo Fernando Pessoa el 8 de marzo de 1914 cuando de él mismo y de sus heterónimos, escribió treinta y tantos poemas seguidos del poeta bucólico Alberto Caeiro, luego “Lluvia oblicua”, del llamado Fernando Pessoa, y luego descubrió un discípulo de Caeiro, el poeta clásico Ricardo Reis, y luego, en contraposición a este, descubrió al moderno Álvaro de Campos, a quien hace redactar, de quien redacta, la “Oda triunfal”. Basta imaginar lo que fue aquello: el descubrimiento de dos de sus tres heterónimos más importantes y el número de poemas excepcionales que escribió en un solo día. “Fue el día más triunfal de mi vida y nunca tendré otro así”, escribió en una carta a su amigo Adolfo Casais Monteiro.

La poesía no solo se halla en los poemas sino en las artes y en la naturaleza; puede hallarse en un cuadro de Tamayo, de Miró o de Chagall, o en una escultura de Bernini o Giacometti, o en filmes de Pasolini, Kurosawa o Kieslowski, o en la música de Mozart o Chopin, o en la arquitectura de Gaudí o del mexicano Luis Barragán, o en los paisajes toscanos o de las islas griegas o de la cordillera andina o del Pacífico mexicano. Puede encontrarse dondequiera.

Desde luego el poeta no es ajeno a su entorno político, pero debe cuidar que sus poemas no sean panfletos musicales o violines desplegados al optimismo revolucionario o ditirambos abyectos al dictador o mandatario en turno. El poeta debe siempre vigilar el lenguaje: purificarlo o iluminarlo. Yo he visto la poesía como un cuaderno abierto para la aventura y la libertad. Aspirar a la limpidez de la nieve y a las enseñanzas del camino. Aprender a oír el idioma de los pájaros y los llamados del viento.

Sin esperarlo, o no del todo conscientemente, la poesía me dio todo. Me ha acompañado siempre: en numerosas y variadas rutas, en esperas de estaciones de trenes o autobuses, en migraciones y regresos, en momentos sombríos o iluminados, de cara a la tierra y frente al sol. Como decía Hölderlin: “El hombre es un dios cuando sueña/ y un mendigo cuando piensa”.

Eso quería decir. Quería decir que la poesía, a fin de cuentas, no solo da las bellezas del instante, sino que parsimoniosa, casi imperceptiblemente, va modelando el corazón y el alma de un hombre. Y la poesía es todavía una de las pocas cosas grandes que otorgan sentido a un mundo condenado.

Marco Antonio Campos nació en la ciudad de México en 1949 y es miembro de número de la Academia Hondureña de la Lengua.