Los retos del español en Internet

Por Juan Ramón Martínez

Como lo hice en el panel que presidí en la Universidad Nacional de Córdoba, el sábado pasado, también empiezo con una cita de Yuval Noah Harari, ante los retos de las nuevas tecnologías y especialmente ante la inteligencia artificial, “el primer paso es bajar el tono de las profecías del desastre y pasar del modo de pánico a la perplejidad. El pánico es una forma de arrogancia. Proviene de la sensación petulante de que uno sabe exactamente hacia donde se dirige el mundo: cuesta abajo. La perplejidad es más humilde y por tanto más perspicaz. Si el lector tiene ganas de salir corriendo por la calle gritando: “¡se nos viene encima el apocalipsis”, pruebe a decirse; no, no es eso. Lo cierto es que no entiendo lo que está ocurriendo en el mundo. Seremos serenos, más reflexivos”.
Es obligatorio conocer el carácter, la naturaleza y la fuerza de lo que nos amenaza. Los retos son valoraciones en las que las partes se aprecian a sí mismas y calculan sus posibilidades de éxito. Por ello es que, hay que apreciar nuestras propias fuerzas morales y físicas, para anticipar las posibilidades de éxito. De entrada hay que plantearse que las tecnologías en crecimiento extraordinario, contrario a sus antepasadas en que lo que mostraban era fuerza para duplicar la capacidad humana para obtener resultados, ahora lo que las caracteriza es su simpleza, su facilidad y, su accesibilidad. El español, por el contrario se ha tornado más complejo. Los filólogos y profesores, contrario a sus antepasados que se caracterizaban por el conocimiento de las artes y las humanidades, prefieren las reglas de obligado compromiso, para lograr la comunicación. Con lo que el idioma se ha complicado, volviéndose extraño a quien incluso, lo aprendió en el interior de su familia, de la boca de su madre. Por ello ha ocurrido algo raro: el español de los profesores, se parece poco o nada con el español de los padres, los amigos y los compañeros. Ante tanta imposición lingüística, empiezan por desarrollar sus propios términos, confirmando que la finalidad de esta no es otra cosa más que la comunicación.
El fenómeno es más obvio en los jóvenes. Ellos son nativos del internet. Nacieron en su interior, de forma que lo sienten tan próximo como su madre hace un tiempo. Es un “maestro” permisivo que le permite no solo la velocidad y la facilidad del uso, sino que la libertad para escribir como mejor le parezca y se sienta mejor. Escriben y leen más que la generación anterior al internet. Los mensajes que se intercambian durante un día, son más que los telegramas que se intercambiaban en Honduras en la década de los cuarenta del siglo pasado. Por supuesto, de acuerdo a su nivel educativo, así es su español, abreviando palabras, creando nuevas, e incluso construyendo abreviaturas y códigos lingüísticos singulares. La finalidad no es la corrección lingüística, sino que la rápida comunicación. Además, el teléfono celular, sabe más que el profesor. Tiene más información almacenada, desde el diccionario en caso de necesidad, hasta la fecha en que murió Picasso, si la Oreja de Van Gogh tiene algo que ver con el pintor que murió en Arles; la fecha en que terminó la huelga de 1954 y los nombres de la última junta militar que gobernó al país.
No estoy proponiendo una rendición. Desde luego que no. Necesitamos nuevos profesores para que hagan que los niños y los adolescentes, valorando su lengua, la quieran y la cuiden al margen de la tecnología. Pero que el español vuelva a ser el espacio del bien decir, de la creatividad, el placer y la imaginación. Y para ello, los lingüistas deben entender que antes que cambiarle el nombre a los términos y complicar las explicaciones, el reto es volver más simple el español, sin debilitar desde luego, su capacidad de describir la realidad con la mayor belleza posible, volviendo placenteros sus sonidos, sin encapsularlo y volverlo innecesariamente complejo.
No hay que creer que todo está perdido. Las tecnologías simplifican las cosas. Y que el español, debe dejar sus posiciones conservadoras y las rígidas imposiciones para que los hablantes además de inventar palabras, inventen reglas, para que todos, filólogos y hombres de a pie, estén en el mismo plano de igualdad.