Por Óscar Armando Valladares
En 1605 Miguel de Cervantes dio al viento la inédita quijotada de novelar las andanzas de un caballero manchego, el que, a bordo de un fiel y flaco rocín, arma en ristre y animoso, dispuso en tocada empresa desfacer entuertos y meter follones en cintura. Otro biógrafo de ideales, Miguel Rodrigo Ortega (un Rodrigo coincidente con el del padre y hermano de Cervantes y de Cid, el campeador de Vivar), se dio a la ímproba tarea de rastrear los pasos de un quijote hondureño, quien –con el rayo de su espada y el brío de sus principios–, enfrentó a malandrines en la hazaña de unir el istmo clave de la América Central.
Advertí la presencia del maestro Ortega, en la vieja escuela de leyes –llamada desde en tiempos de Rosa “Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Políticas”–, sita en el parque de La Merced. Cubría su elevado conjunto un traje de sobrias líneas. Grave, bigote espeso, patilludo, al parecer de escasas bromas, todo él aureolaba un subido respeto que, en mi caso –estudiante de curso menor– acusaba las formas de un recelo distante. En los escaños del parque enflorado –bajo el busto del barbado Cabañas–, merodeaba la fama de que el espigado enseñante prometía irse a trompicones contra el majadero bachiller que osara ultrajar la paz horaria de la sala de clases. No sé a la fecha si la joven comidilla sabía a verdad o, contrariamente, encerraba el acre gusto de la insidia o que el adusto varón era simplemente “yuca” para usar una figura muy en boga, ello es: que mostraba la dureza del tubérculo en el terreno de la disciplina.
Por decires y lecturas, reuní soles y lunas, después algunos datos de su oriundez y trayectoria. Miembro de una familia de agricultores y estancieros, había nacido en San Marcos, uno de los 27 municipios de Santa Bárbara, el 9 de noviembre de 1922. De la quieta mirada de Josefa, su madre, aprendió su tristeza; Lucio, el progenitor –jinete de alta estampa– le selló “un destino de hombre honrado”. Como quedó inferido, abrazó los estudios de Ulpiano y Hugo Grocio, buceó en las aguas mansas del servicio exterior –entre otros menesteres– y en Roma, la tierra de Plauto y Terencio, acrisoló sus estudios, de suerte que su obra prima “El arbitraje internacional” mereció ser prolongada por el tratadista Giorgio del Veccio.
Después, muy a gusto con la expresión metafórica, aventó su simiente literaria en dos surcos de gemela hondura: el cuento y la poesía de los que fueron brotando en sucesivas cosechas: Itinerario de las briznas, Los instantes sin tiempo, La senda de los sueños sin eco, Letras en la piel de la espuma, El espejo habitado, Cuentos para el ayer de un futuro, Voces desde el sur del alba. ¡Qué revuelo suscitó la “voz desconocida y violenta de Miguel”!
Heliodoro Valle, Jaime Fontana y, sobre todo, Claudio Barrera celebraron las muestras promisorias. En líneas prologales, Barrera ponderó la “sorpresiva voz” y la “belleza nueva y musical” patente en la obra en verso de su amigo y cofrade en el arte de Erato.
Entre mis papeles dormita un ensayo con juicios sobre el trabajo cuentístico y versal del compatricio santabarbarense y, con vehemente propensión valorativa, sobre su condición de biógrafo exhaustivo de Francisco Morazán, volcada en los tres tomos de Laurel sin ocaso y en otras obras de igual valía.
De ahí que no haya sido infundada la unánime decisión del Instituto Morazánico y la Casa de Morazán contraída a exaltar su valioso aporte, con el cual prosigue y acrecienta los laudatorios esfuerzos escriturales de Rosa, Martínez López, Zúñiga Huete, Lorenzo Montúfar y un corto etcétera.
En el hogar ubicado en los altos de El Prado, junto a Rubenia, su indivisible compañera, nos recibe un jovial Miguel Rodrigo, quien a sus noventa y tantos abriles continúa tan campante como el coñac afamado, con la gracia, la ironía y el fino humor a lo Cervantes, y la claridad con que sorprendentemente acomoda las ideas.
Devenida la tertulia en sesión morazanista con la comparecencia de Mario Argueta, Víctor Ramos, Livio Ramírez, Armando Valladares, Pablo Rosales, Salomé Castellanos, Carlos Turcios y tres contertulios más, se van enunciando las actividades del instituto y de la casa que guarda la memoria del soldado y estadista, para en seguida dar curso al punto del homenaje con la entrega de un diploma y las frases de los circunstantes en elogio del biógrafo y literato, quien a su turno trasluce la emoción del caballero que ha hecho suyo el apotegma martiano: “Todo hombre está obligado a honrar –en su conducta privada como en la pública– a su patria”.
Al trasponer el umbral de la casa amiga, un vivificante aire de optimismo invade a la comitiva, al haber compartido con el autor de “Laurel sin ocaso” renovadas esperanzas para esta Honduras, “vacilante e incierta”, cuya gente va rompiendo el silencio y buscando en el horizonte el advenimiento de un nuevo amanecer. ¡Alta es la noche y con la M de Morazán, Miguel ha entrado de por vida en los fastos del país!
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