Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)
Nunca como hoy, los problemas económicos y sociales se habían acentuado en casi todo el mundo, y con mayor intensidad en los países más pobres como es el caso de Honduras. Lo que los sociólogos llaman la “explosión social”, parece haber arribado recién derivada de un mal manejo político, y como producto de que fuerzas poderosas del mercado global están exigiendo concesiones exclusivas para operar sin trabas ni artificios, rompiendo todo el esquema legal y laboral que, hasta hace poco, resultaban económicamente funcionales.
Las revueltas y las protestas están firmemente enlazadas con una palabra que ha dejado de ser coyuntural y episódica, para convertirse en una tendencia sostenida –como dirían los sabihondos tecnócratas de los gobiernos–, y que parece no tener fin: las crisis. Estas han llegado para instalarse y afincarse permanentemente en nuestro patio y en nuestro ser. Todo indica que debemos irnos acostumbrando a su presencia por no sabemos cuánto tiempo.
No hay respuestas, sino opiniones. Cada quien saca sus propias conclusiones sobre los hechos que nos mantienen en vilo: los analistas sociales han proliferado por doquier y la militancia ideológica lanza agresivos ataques con más sabor a exaltación que a seriedad propositiva. Los medios dan vuelta en calesa, concentrando cámaras y micrófonos en el árbol caído de aquel inmenso bosque que les impide ver los fenómenos en lontananza, repitiendo las mismas cosas todos los días sin efecto social alguno. Finalmente, en las redes sociales, los instigadores del caos se afianzan con más poder, generando un infinito mar de información que no podría ser procesada ni en un millón de años. No hay por donde encontrar el comienzo de la madeja.
La diversidad de opiniones es el mejor aliado de los que promueven la anarquía, no importando si esta proviene del poder o de los sediciosos. La falta de coherencia en la explicación de los hechos acrecienta el miedo y profundiza la inseguridad y la angustia. Ello engendra desde luego, la necesidad de protección y el llamado al auxilio de “los que pueden y que saben”, indistintamente de su procedencia ideológica o ética. Así surgen Bukele y López Obrador.
La complejidad de los problemas en Honduras no es una exclusividad particular de nuestra sociedad. Todos los países la están sufriendo como si se tratara de una pandemia de alcances colosales que tiene un doble origen, una, en el desastre axiológico de los políticos; y la otra, en la voracidad de un mercado capitalista cada vez más agresivo que no tiene nada que ver con aquel liberalismo propugnado por los clásicos ingleses que ponderaba la libertad, no solo desde el punto de vista económico, cuanto más, en el desarrollo de la persona humana considerada como el centro de la evolución històrica.
Todo este caos, afirma Zygmunt Bauman, y lo recalca Edgar Morin, se origina de fenómenos complejos cuya medición se vuelve cada vez más inaccesible para nosotros, si insistimos en aplicar los aperos del método tradicional de investigación y mucho menos las opiniones generalizadas en las redes sociales. Ello aparece como una herejía, por supuesto, pero debemos poner atención a las “anormalidades” de los sucesos que ya no revisten las características de un recién pasado modernista.
Lo que queda –y así lo afirman consoladoramente los filósofos actuales–, es ordenar nuestra casa y replantear un nuevo esquema democrático para adaptarnos de una buena vez, a los contextos globales del mercado mundial, que ya días se volvieron extraños y alejados para nosotros. Ya no hay lugar para los obsoletos esquemas estatistas ni socialistas: eso significaría seguir dando vueltas en calesa y perdernos más en la oscuridad de los tiempos.