Óscar Aníbal Puerto Posas
Gilberto Ríos se acercaba a los 74 años, cuando partió a La Habana a recuperar su salud. Al parecer, su problema era grave. La excelente medicina cubana nada pudo hacer en relación a la enfermedad que lo afectaba. Una familia amorosa hizo un sacrificio pecuniario para evitar que el ser querido se les marchara. Todo fue inútil, sobre una mesa del quirófano del Hospital Oncológico dejó la vida y la energía para luchar. Se apagó su luz. Eran las 11:00 de la mañana del día 26 de septiembre del año 2019. Lo acompañaba, al momento de su muerte, su hijo homónimo: Gilberto Ríos Munguía, quien difundió la triste noticia a sus familiares y amigos.
Hubo mucha consternación. Cual dijo Julio Escoto: “Caramba nos está golpeando la vida con rudeza”. Y agregó: “Lamento mucho la muerte del buen Gilberto”. No fue un artículo del grande escritor. Fue una comunicación electrónica con el autor de estas líneas. Escoto encontró el mejor calificativo: “El buen Gilberto”. Quienes penetramos en su intimidad síquica, supimos de su bondad inmensa como el mar. Si bien fluctuó su personalidad entre la ira y la ternura. Odiaba a los causantes de la desgracia de Honduras y, por otro lado, le causaba ternura nuestro pueblo agobiado.
Su talento, honradez y cultura son recordados hoy unánimemente. Algunos de sus detractores (as) se hicieron presentes en su inhumación verificada el 7 de octubre (fue largo el trámite para traer su féretro a Honduras). Una noche antes de su entierro había llovido. La tierra hondureña le fue leve…
Ríos, tal fue su único apellido, nació en La Lima, Cortés, el 20 de octubre de 1945, del vientre de una mujer del pueblo. Conoció la estrechez de un barracón. Su señora madre, doña Mariana Ríos, lo envió a la Escuela “Esteban Guardiola”, a esa época, la mejor del país. Sonroja saber que no era escuela estatal. Sino, más bien, fundada y financiada por la “Tela Rail Road Company”, ahí tuvo maestros excelentes. Un Ibrahim Gamero Idiáquez, para citar a uno solo. Su ortografía impecable, la adquirió al aprender sus primeras letras. Y también, su afición por la lectura.
Luego –siempre en La Lima- ingresó al Instituto “Patria”. Fundado y sostenido por los obreros del Sitraterco. A los 15 años, por amor a los pobres, se hizo comunista. Fue expulsado del colegio (“era un mal ejemplo”, dijeron). Emigró a San Pedro Sula. Se graduó de bachiller en el Instituto “José Trinidad Reyes”, donde también se encontró con la buena docencia: Perfecto H. Bobadilla, Rubén Antúnez y otros.
De allí vino a Tegucigalpa, se matriculó en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Exploró varias carreras: Derecho, Ingeniería y Pedagogía. No concluyó ninguna. Y no por negligencia. Carecía de recursos económicos. Hizo trabajos agotadores y mal pagados (fue bombero en una gasolinera, me contaba). Pero, sobre todo, lo absorbió la política. Su gran pasión. Al grado que llegó a ser secretario general del Frente de Reforma Universitaria (FRU).
Cuando un gobierno entreguista quiso poner la educación nacional en manos norteamericanas, Ríos junto a otros muchachos valientes y una mujer que vale por cientas: Inés Consuelo Murillo, se lanzaron a la calle; evitaron la aprobación de malhadado “Consorcio de La Florida”. Gilberto Ríos fue recibido en el Congreso Nacional, expuso su verdad sin alteraciones y con buen juicio. Hizo historia, es el único universitario que ha sido recibido y oído en el Congreso Nacional. A mí me confesó su enorme satisfacción. Pero, además, me dijo, que fue recibido a virtud de una moción del diputado nacionalista por Yoro (tenía que ser yoreño), el licenciado Orlando Lozano Martínez. Ya en nuestra senectud reflexionábamos. Estas reflexiones las dejo aquí para la juventud: “Fuimos muy radicales. Antes de combatir, debimos de persuadir. Hombres como Lozano Martínez no tuvieron la oportunidad de leer literatura revolucionaria. Nadie se aproximó a él para pasarle siquiera un folleto”. Quizá tenía razón.
A mediados de los años 70 deja la universidad. Para entonces había llegado a su vida otra pasión: Ninfa Beatriz Munguía, con quien casó e hizo familia. Enfrentaba responsabilidades muy serias e ingresó a la formación agrarista que impartía el Proccara. Ahí sí encontró verdaderos maestros: Clodomir Santos de Morais, Gerson Gomes, Gonzalo Puga y Humberto Flores Alvarado. Fue un alumno brillante, en unas aulas iluminadas por la sabiduría de hombres notabilísimos, cual los que ya mencioné. Su vida cambió. Se hizo en tres meses de aplicación intensiva, Técnico en Desarrollo Agrario (TDA). Laboró en el Instituto Nacional Agrario (INA), hasta que el proceso lo corrompió Melgar Castro y sus secuaces. Pasó al Instituto Hondureño de Desarrollo Rural (IHDER), institución a la que amó hasta el final de sus días. Al expirar, integraba su junta directiva. Anteriormente había sido su director ejecutivo. Al paso del tiempo, coordinó FIAN. Su último cargo remunerado.
No todos fueron luchas y avatares. Encontró la ternura largamente esperada en Ninfa Munguía, belleza olanchana. Procrearon tres muchachos maravillosos: Mariana, Gilberto y Francisco que heredaron las virtudes cívicas de su padre. También le sucede una hueste bulliciosa de nietecitos (as) a los que amó intensamente.
Siento mucho su partida. Visitaba mi hogar y en su seno fue muy querido. Antes de partir a Cuba, llegó a despedirse de nosotros. Nadie se imaginó que era su último adiós.
Quizá “al surgimiento de nuevos hombres su retoño no tarde”, cito a otro hombre bueno: al escritor don Julio Escoto, Premio “Ramón Amaya Amador” 2019 de la Academia Hondureña de la Lengua.
Tegucigalpa, 20 de octubre de 2019