ES algo esencial de las relaciones interhumanas que se ha venido perdiendo con el ritmo vertiginoso de las sociedades modernas y altamente industrializadas. Pero su pérdida también se ha hecho sentir en los países atrasados y en vías de despegue, en donde los niveles de insensibilidad social y humana parecieran crecer exponencialmente, al extremo que las personas más o menos acomodadas, hacen el rostro por un lado cuando se encuentran con los indigentes. Lo más grave del caso se observa al interior de las familias y en los mismos hospitales públicos, en donde se dejan niños, adolescentes y ancianos abandonados a su suerte (o a su mala suerte) por el solo hecho que tales personas, de ambos sexos, padecen de enfermedades aparentemente incurables, como el cáncer.
No se debe confundir el término “humanitarismo” con el concepto de “humanismo”, pues son distintos, en tanto que el segundo término tiene que ver con los avances en el estudio del hombre, de los idiomas clásicos y de las humanidades en general. El humanismo sea laico o religioso, se remonta a las visiones antropocéntricas que se vinieron desarrollando a partir del Renacimiento italiano, sobre todo con las expresiones artísticas centradas en el estudio del cuerpo humano y su representatividad. El hombre actual puede, académicamente hablando, ser un completo humanista en sus visiones teóricas del mundo; y al mismo tiempo ser una persona insensible, indiferente o petulante, frente al dolor humano concreto de sus semejantes.
Este fenómeno humanista pero antihumanitario, fue observado en los comportamientos cotidianos de las élites dirigenciales de los países totalitarios del siglo veinte, con oleadas en el siglo veintiuno, en donde los individuos a cargo de las estructuras estatales habían cursado estudios clásicos en varias facultades de humanidades. Pero en la vida real obedecían órdenes inhumanas ciegamente; mentían en forma sistemática y se comportaban como déspotas egocéntricos e insoportables, especialmente en el trato con los humildes, con los disidentes ideológicos, con los indefensos y, sobre todo, con aquellos a los cuales juzgaban étnicamente “inferiores”, ya fuera por sus costumbres particulares, por sus tradiciones culturales o diferencias religiosas.
Todavía en los finales del siglo pasado, ahí por el año 1994, el mundo fue testigo silencioso de la matanza masiva horrorosa en Ruanda, un país del este en el interior de África, en donde la tribu dominante de los “hutus” asesinó a ochocientas mil personas pertenecientes a la tribu de los “tutsis”, a machetazo limpio, como dicen en los pueblos del interior de Honduras. Pero es altamente sospechoso que los académicos “humanistas” contemporáneos o posmodernos, no hayan publicado investigaciones meticulosas ni tampoco los libros indispensables para explicar este hecho tenebroso en las postrimerías del globalizado y “civilizado” siglo veinte. Es decir, se exterminó al 75% de la población “tutsi”, y casi nadie dice nada. Todo queda como en un silencio apocalíptico.
El humanitarismo de este editorial es menos pretencioso. Se trata de la sensibilidad, del desprendimiento y de la capacidad de servicio de los hombres y mujeres frente al sufrimiento concreto del prójimo, cercano o lejano, ya sea al interior de su propia comunidad o en otras partes del mundo entero. Mientras existen personas que viven en la superabundancia, éstas suelen olvidar con una frecuencia pasmosa, que a la vuelta de la esquina hay otras personas que no han comido nada. Que no tienen cómo comprar las sondas y medicamentos que les piden en los hospitales públicos que debieran tener capacidad logística para atender estas necesidades perentorias. “Humanitarismo” y “humanismo” son cosas análogas pero diferentes. Inclusive contrapuestas.