ECUADOR, Chile, España (por la encrucijada del separatismo en Cataluña), Bolivia, Perú, Nicaragua, Haití, pasaron o atraviesan por graves episodios de agitación. Pero no solo allá hay temblores políticos e institucionales. (¿Habrá cálculo posible del daño que ocasiona a las economías en estos países, como al bienestar de las sociedades, tanta inestabilidad?). En lo que respecta a la vecindad hay que agregar a este balance el caso complicado de los mercados en Argentina, la ruinosa y colapsada situación en Venezuela, la pérdida de vapor de las economías centroamericanas, también movidas por episodios de intranquilidad, y el estancamiento de la mexicana. Brasil –impactado por una temporada de infernales incendios en la Amazonia– experimenta un débil crecimiento económico. De modo que el Banco Mundial prevé que Latinoamérica crecerá 0% este año. Bolivia –sin la bonanza que tuvo cuando el auge de los precios de los carburantes y ahora también asimilando los efectos negativos de los incendios incontrolables– aún resiste el vendaval. Allá lo que inquieta es el incierto panorama político ahora que Evo se recetó otro mandato –después de 14 años en el poder– sin acudir a disputar la reelección, ya de por sí cuestionada, a la segunda vuelta. El 27 de octubre hay elecciones en Argentina. La mala economía pesa demasiado sobre el oficialismo, como para no anticipar que la izquierda kirchnerista –de la mano de la oposición peronista– regresa al poder.
Hay otro caso que el mundo sigue con atención. No solo por el peso de los protagonistas, y su influencia en la economía y la geopolítica mundial. Sino porque se presenta como la primera ruptura en el sólido bloque integracionista. Acontecimiento inédito que señala un viraje abrupto de la globalización al aislacionismo. Algo que podría contagiar a otros de los miembros del club. El bombástico primer ministro inglés no pudo obtener respaldo del parlamento para su versión revisada del Brexit negociado con la Unión Europea. Insistió hasta la saciedad que sacaría al Reino Unido de la Unión Europea, en la fecha tope del 31 de octubre, “con o sin acuerdo”. La anterior primer ministra, perdió su cargo, cuando no pudo obtener respaldo político al acuerdo del Brexit que consiguió negociar con la Unión Europea. El convenio evitaba una salida brusca y caótica que acarrea consecuencias disruptivas insospechadas que, a decir verdad, ambas partes querrían evitar. El fracaso de Theresa May le permitió llenar la vacante. Con el respaldo de los euroescépticos del partido conservador. Bajo el compromiso que el huracán Boris, obedeciendo el mandato del referéndum del Brexit, sacaría el país, sin más dilaciones, del bloque europeo. Ahora, sin haber logrado el respaldo en la Cámara de los Comunes, ha solicitado una extensión, hasta enero 31 del próximo año.
Si la UE concede la extensión, y si presumiblemente se alcanzan los votos necesarios para realizar una nueva elección, el parlamento sería disuelto en los próximos días; mientras, la elección se llevaría a cabo el 12 de diciembre. Aunque otra posibilidad es que Westminster intente descarrilar al decreto del parlamento, para evitar la elección, aunque igual, cualquiera de las opciones los llevaría nuevamente a la intrincada telaraña legislativa. La extensión, si la concede la UE, solo sería para que el gobierno y el parlamento tengan más tiempo de estiras y de encoges, de pleitos y de debates, de cabildeo y torcedura de brazos tratando alcanzar un consenso sobre el trato –en pausa hasta el momento– alcanzado con Bruselas. Bueno saber que, para garantizar una salida ordenada del bloque, no basta con cerrar un pacto. Necesita tanto ratificación en el Parlamento Europeo como en el británico. Ocupa que el gobierno apruebe la normativa para implementar el acuerdo que tendría todos los rigores de un tratado internacional. A esto se la denomina como la “ley Brexit”, (propiamente dicho es “Withdrawal Agreement Bill”).