Por: Aldo Romero
Periodista y catedrático universitario
En un artículo anterior hemos hecho referencia a que en el ejercicio del poder político, la ambición, la codicia y la avaricia, se han convertido en los últimos años en nocivas manifestaciones de control social aplicadas por los estados con el fin de establecer un sistema de gobierno en el que la autoridad a menudo se ejerce mediante mecanismos coercitivos totalmente opuestos a los principios fundamentales de la democracia.
Estos tres males, son identificativos de la demagogia política a la que se ha visto sometido el país y que lejos de perder fuerza, más pareciera que gana terreno de la misma manera que acontece en otras naciones latinoamericanas en donde líderes y activistas de los sectores gobernantes y de oposición, hacen uso de una serie de estrategias sutilmente planificadas con el afán único de alcanzar el poder o retenerlo a toda costa sin importar los medios para lograrlo, aún a expensas de violentar la ley.
La historia reciente de la política hondureña está llena de casos de personas que en principio parecían honestas, pero que al llegar a un cargo público, sus actuaciones individuales no fueron consecuentes con la percepción primaria y mucho menos eficientes en cuanto a compromisos y responsabilidades, esto se debe a que sencillamente se olvidaron que el interés debe estar concentrado en el bienestar ciudadano y no en el personal.
La relación entre política y corrupción es cada vez más cercana y más fuerte a pesar del discurso demagógico tradicional cargado de mensajes de transparencia y legalidad, por otro lado, el control de la institucionalidad agudiza la crisis de gobernabilidad en un estado en donde la sociedad no es el fundamento del poder político.
Aunque algunos sectores de gobierno, empresa privada y de sociedad civil pretendan negarlo, bajo justificación de leves avances, en Honduras, la “cultura” de la ilegalidad ha sobrepasado los límites de lo tolerable y mientras tanto la población debe seguir pagando un alto precio por los desaciertos de un liderazgo político avejentado, desfasado y acostumbrado a ejercer o buscar el poder mediante la presión y la coacción.
La política en Honduras se volvió desde hace mucho en sinónimo de corrupción, y sin generalizar, porque seguro habrá quienes aún crean en la ética y las buenas practicas, desde esta actividad muchos encontraron la oportunidad para cambiar su nivel de vida, para incrementar sus capitales, crear nuevas empresas (muchas de maletín) que sirvieron para hacer negocios con el Estado y beneficiar a grupos específicos.
El impacto que genera la corrupción en un país tradicionalmente agobiado por la pobreza y la desigualdad es notorio, todos los días hay algo nuevo que contar, escándalos que tienen entre sus protagonistas a los máximos exponentes de una desacreditada casta política y con efectos que socavan los ya casi inexistente institucionalidad democrática.
Vale la pena en medio de este panorama de ambiciones políticas perversas y peligrosas que vive la frágil democracia hondureña, recordar una histórica frase inmortalizada por Lord John Emerich Edward Dalberg-Acton (Lord Acton), filósofo, historiador y político británico que se opuso a la concentración del poder y al mal uso del mismo por parte de los estados, y que en uno de sus ensayos escribió que: “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
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