Por: Juan Ramón Martínez
El resultado del juicio celebrado en Nueva York, ha tenido gran impacto. No será duradero. Los hondureños nos quejamos del verano; pero a las primeras lluvias, olvidamos las dificultades. Somos de memoria corta; de escasa capacidad crítica y de visiones de corto plazo, lo que nos impide la continuidad, que se encuentra en la base de las culturas exitosas del planeta.
Por ejemplo, la decisión del jurado, ha sido vista equivocadamente como una evaluación de JOH; como un juicio injusto en contra de Honduras y pocos, como un castigo de quien infringió la ley. Y como mayor de edad, obligado a responder por sus actos irregulares.
Pero muy pocos han dicho que es, el juzgamiento del sistema político. Que opera fuera de la ley y cuya característica es el partidarismo para el diseño de los juicios, seguido del intercambio de favores; con un sistema judicial incapaz e impotente; una Fiscalía General que no ha podido identificar los nombres de los muertos que se auto atribuyeron los testigos en Nueva York; un modelo democrático que no rinde cuentas y que, no admite controles sobre la conducta de los gobernantes y funcionarios, basado en unos valores en que los ciudadanos, se consideran inferiores al gobierno, a los líderes políticos y a los gobernantes que, en consecuencia, pueden hacer con el poder, lo que quieran.
Es el sistema político y el poder, el que ha sido en realidad, condenado en las figuras de “Tony Hernández”, de los policías corrompidos y de los “Cachiros”, ahora trabajando para la DEA.
El análisis hay que alejarlo de la venganza que nos domina visceralmente, para reflexionar porque la sociedad, frente a la tentación fácil del dinero, se presta a usar al gobierno y sus competencias, para ponerlo al servicio de los delincuentes. Reconociendo, que los abusos de poder de titulares, parientes y correligionarios, no es de ahora. Empezó en la colonia y ha seguido, en intensidades diferentes, en la etapa republicana. Creer que esto es primera vez que ocurre, es puro infantilismo. O cretinismo, en su etapa terminal.
Si aceptamos que la condena castiga la ineficiencia del sistema que alimenta las redes de criminales que asesinaron personas, permitiendo a “grupos” irregulares amasar enormes fortunas, y corromper las instituciones judiciales y políticas, lo que debemos hacer es, someterlo a una revisión profunda. Para impedir que los hechos que nos llenan de vergüenza, vuelvan a repetirse. No tiene sentido llorar sobre la leche derramada. Menos, lamerla desde el suelo, para escupirla a los adversarios, dándole color a los delitos. Hay que cerrar los portillos por donde se colaron los delincuentes; poner llaves a las puertas usadas por los irresponsables que dieron protección los narcotraficantes. Y dejar de celebrar a los delincuentes. Aceptando que el sistema está agujereado. Y que el modelo educativo es deficiente y que la sociedad está dañada, porque no cuestiona el éxito fácil, sino que más bien lo celebra y pide compartirlo. Hay que empezar con el aparato de seguridad. Una Policía centralizada, impide el control ciudadano sobre jefes, oficiales y clases. Hay que colocar a los ciudadanos por encima de las autoridades, para que sean los ciudadanos quienes supervisen sus acciones y valoren su subordinación a la ley.
Podríamos empezar a pensar que los jefes policiales sean electos por los ciudadanos, no entre profesionales engañosos, sino entre personas de mayor compromiso con el bien común. Hay que reflexionar sobre la necesidad de un Congreso bicameral para controlar a los que representan a los caudillos, desde los intereses de los ciudadanos. Revisar el sistema de elección de los magistrados. Bien para rechazar que lo hagan los partidos, sin autoridad para ello, sustituyéndolo por nombramientos de por vida, por el Presidente de la República, previa la aprobación juiciosa del Congreso; o como lo probó la Constitución de 1894, elegidos por el pueblo, entre nominas de los más honrados abogados. Y finalmente, hay que desmontar el presidencialismo, regresándole competencias al Congreso, y devolviendo soberanía al pueblo para que, desde las alcaldías y los departamentos, se hagan las decisiones que obliguen al poder central, a servir a los intereses de la ciudadanía.
Solo para empezar una discusión que permita darle vuelta de calcetín al país que, en Nueva York, mostró las costuras rotas de una institucionalidad severamente dañada.