Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)
Tengo en mi escritorio un pequeño bloque del Muro de Berlín, regalo de mi hija Andrea. En su superficie puede leerse: “Un pedazo de la historia alemana”. Me recordé de esos agitados días, cuando las esperanzas comunistas se vinieron abajo junto a aquella sólida argamasa, símbolo universal de la Guerra Fría. Lo importante no era tanto que se cayera un montón de cascajo viejo, sino que la idea del espíritu rebelde -el “Rebellengeist”, habría dicho Hegel-, se hacía añicos en aquel suelo berlinés, y en el corazón de la feligresía revolucionaria del siglo XX.
Luego de la hecatombe, los intelectuales y los militantes de izquierda comenzaron a preguntarse cuál debía ser la postura ideológica para seguir bregando en un mundo donde los problemas sociales seguían sin solución. Hubo de todo: unos se unieron al “enemigo” y se acomodaron dentro de una nueva forma de vida que les permitió obtener un empleo digno sin dejar de ser prestigiosos. Otros, los más “consecuentes” -como decían los estudiantes del FRU en los 80-, adoptaron una pose de vanguardia honorable, y hasta aprendieron a convivir con el monstruo neoliberal, en calidad de asesores de los nuevos organismos de enlace entre el Estado y la sociedad civil, es decir, las famosas ONG.
Para el capitalismo victorioso, el comunismo había dejado de ser una amenaza. Los cañones se dirigían, ahora, hacia el Estado, ese monstruo absolutista que se inmiscuye en la vida privada de los ciudadanos y en las transacciones económicas del mercado libre. La orden oficial fue, “menos Estado, y más mercado”; pero también, más democracia participativa.
Las élites económicas entendieron, equivocadamente, que ese triunfo significaba la victoria contundente de las oligarquías, y que los negocios privados debían continuar bajo la tutela del Estado. Pero también surgieron los intelectuales de derecha, cuyas apologías hacían ver la grandeza y la omnipotencia del Estado. La izquierda intelectual cometió el craso error de confundir neoliberalismo con la derecha, embutiendo forzadamente, en un solo saco, al Estado y a la empresa privada, ignorando que, para esta última, los principios liberales representan una viva amenaza. No olvidemos que el libre mercado extirpa todo lo que tiene que ver con los oligopólicos grupillos que solo benefician a unos cuantos.
Hoy en día, cuando el mandato del FMI y el BM es que el Estado debe achicarse por ser una carga onerosa para los contribuyentes, tanto la derecha como la izquierda hacen hasta lo imposible para evitar la “catástrofe”, porque, sin ese “ogro filantrópico”, como le llamaba Octavio Paz a la omnipotencia estatal, se acaban de una buena vez, las chambas y los reconocimientos que emanan del poder. Y porque los intelectuales no querrán perder el “ranking” en el palacio presidencial, aunque hagan el papel de payasos de la corte. Es claro entender que ambos bandos mantienen un objetivo en común: que el Estado se mantenga lo más vigoroso posible para que prosiga su labor de repartidor de beneficios. Quien intente reformar el Estado, disminuyendo sus posibilidades, habrá de convertirse en el enemigo número uno de los intelectuales de derechas y de izquierdas. Y del poder.
Mientras el Estado se mantenga vivo, con cáncer terminal, pero vivo, los pensadores, ideólogos y arlequines que le alaban, se mantendrán “juntos, pero no revueltos” por honor y por interés, aunque sea odiándose entre sí, pues, al final de cuentas, como decía el antipoeta chileno, Nicanor Parra: “La izquierda y la derecha unidas, jamás serán vencidas”. Aunque se joda la patria.