EL problema de una desigualdad social creciente, tanto en los países desarrollados como en los atrasados, se ha colocado en el tapete de las discusiones internacionales, con nuevas publicaciones. Las conclusiones preliminares al respecto son opuestas unas de otras, y suelen centrarse, por regla general, en las virtudes y defectos de la liberación de los grandes mercados y de su contrapartida: el resurgimiento del proteccionismo, dejando por un lado los hechos específicos de cada país y de las grandes regiones continentales.
La pobreza existe y persiste desde tiempos antiguos, al grado que aparece como una alternativa de la virtud en algunos textos bíblicos. Luego en la tradición greco-romana suele ser exaltada por los pensadores estoicos. Pero una cosa es la pobreza llevada con honradez y dignidad, y otra cosa muy diferente es el pauperismo, o miseria masiva, de los pueblos y países que han conocido directa o indirectamente la modernidad industrial. O que han experimentado guerras catastróficas.
Algunos teóricos hipermodernos salen al paso argumentando que la desigualdad social no debe traducirse en ningún momento como pobreza, en tanto que bajo los paradigmas actuales tanto la riqueza de los mercados mundiales como los avances vertiginosos de la ciencia y la tecnología, han conducido hacia un mejoramiento sustantivo de millones de personas en todo el mundo; inclusive en los países atrasados.
Frente a esas generalizaciones excesivamente optimistas conviene detenerse en tres fenómenos graves que son colaterales al señalado en el primer párrafo. Ante todo el experimento altamente peligroso de las migraciones masivas provenientes de África, de Asia Menor y de América Latina, hacia las grandes urbes del Hemisferio Norte, por diversos motivos que han sido insuficientemente estudiados. Uno de ellos es el calentamiento global y la concomitante ausencia de lluvias, que perjudican las cosechas de granos y la producción de alimentos básicos en regiones extensas que carecen de agua potable para beber. No digamos para regar los cultivos.
A la carestía masificada de alimentos se suman (como segundo fenómeno derivativo) los actos extremadamente violentos causados por guerras inter-tribales o inter-étnicas, lo mismo que por guerras religiosas que son atizadas por las acciones subterráneas y abiertas del crimen organizado internacional (incluyendo a los vendedores de armas y de drogas), con sus ramales en países pequeños y frágiles, que son vapuleados mediante asesinatos diarios emparentados con lo macabro. Los ciudadanos de la calle se sienten indefensos y huérfanos frente a un mundo que les es imposible comprender.
El tercer fenómeno en más sofisticado. No se trata simplemente de un crecimiento técnico de la desigualdad social. Se trata, más bien, de un proceso de pauperización gradual pero creciente dentro de los mismos países desarrollados. La famosa clase media recibe los embates de las especulaciones financieras desbocadas y del desempleo masivo, pasando de un estado de bienestar a un estado de pauperización que recuerda las barriadas y cinturones de miseria del siglo diecinueve y de los países tercermundistas en pleno siglo veinte. Negar la pobreza concreta a lo interno de todos los países desarrollados y emergentes, es incurrir en una mentira suavizada pero monumental.
Honduras por su lado conoce temporadas de pauperismo asociado al desempleo y a las hambrunas cíclicas, sobre todo en la parte que se localiza en la “depresión seca” de la geología nacional. Pero a la par del pauperismo creciente se observa la riqueza y la abundancia potenciales por doquier, a la espera de los mejores proyectos de producción masiva, tanto municipal como privada.