Por Óscar Lanza Rosales
olanza15@hotmail.com
Chile es un país que he admirado y lamento su estallido social. Pendiente de sus noticias, me encontré con un valioso reportaje en Nexos de México: “Chile: Entre madrugar y despertar”, del periodista Martín Hopenhayn, que nos da un panorama completo y del cual voy a compartir con ustedes lo más importante.
Manifiesta Hopenhayn, que el estallido social comenzó con una chispita, el aumento de menos de cinco centavos de dólar al precio del metro de Santiago, que lo utilizan un millón y medio de sus habitantes.
Y todo comenzó unos cinco días antes del 18 de octubre -día del estallido- cuando estudiantes de la secundaria -que no sufrieron aumentos en sus boletos- comenzaron a saltarse los torniquetes del metro para evadir el pago, en solidaridad con el aumento de precio de los demás. Un gesto que despertó, en la ciudadanía, un sentimiento de simpatía, y al que se fueron sumando los adultos, hasta que los ánimos se caldearon, y explotó. Un fenómeno al que el gobierno no le prestó la debida atención en sus inicios.
El estallido se viralizó rápido, entre los jóvenes, que comenzaron con manifestaciones pacíficas, pero después se volvieron violentas y terminaron en saqueos y destrucción a supermercados, metro y buses.
El sábado, ya Chile estaba sumergido en el caos. Ese día, el presidente Piñera declaró el Estado de Excepción, reconociendo que ese era el estallido de la desigualdad y que era tiempo de enfrentar ese grave problema.
En sus consecuencias se han contabilizado 20 muertes, más de 200 heridos entre civiles y policías y 3 mil arrestados. En bienes materiales, 303 supermercados saqueados; incendiados 30 supermercados, 16 buses, 20 estaciones del metro, más 57 dañadas.
Todo esto ocurre en un país, en que el autor destaca: Un PIB per cápita en torno a los 25,000 dólares anuales y una expectativa de vida mayor a los 80 años, los más altos de América Latina. Un índice de pobreza de 8.6%. Una mortalidad infantil bajísima. A eso se suma una gran expansión del consumo, crédito y los años de escolaridad. Con democracia, instituciones respetables y plenas libertades.
Pero estaba a flor de piel, un informe sobre desigualdad publicado en el 2016 que tuvo bastante resonancia: la desigualdad que más irrita a los chilenos no es la de ingresos, sino la de trato y de salud.
Chile está entre los cinco países con la peor distribución del ingreso de América Latina, y es uno de los países con mayor concentración de la riqueza en el mundo. El 10% más rico concentra el 66.5%, mientras el 50% más pobre accede a un raquítico 2.1%. La mitad de los trabajadores recibe un sueldo inferior a 550 dólares mensual, para hacerle frente a altísimos costos de vida por el transporte, energía, alimentos, educación, salud y sus altas deudas. Y la jubilación de la mayoría de pensionados se considera irrisoria.
Este es un movimiento de jóvenes, en su mayoría con educación superior, que tienen cuatro o cinco años más de escolaridad que sus padres, pero con dificultades para conseguir trabajo en un mercado laboral, que no genera suficiente empleo, y con sus defectos, de hacer prevalecer más las influencias que la meritocracia.
Son los jóvenes que crecieron en un Chile próspero, que quieren movilidad social, que no la encuentran, porque la democracia no ha sido un modelo para la redistribución del poder ni de la riqueza. Una cosa es bajar la pobreza, otra es reducir la desigualdad. Con un neoliberalismo que apostó siempre a lo primero y postergando lo segundo. Equivocado y que le cuesta reconocerlo.
El presidente, después de pedir perdón, más que despertar simpatía, exacerbó la indignación: ¿perdón ahora, por una desigualdad secular, por no haberlo reconocido antes?
El presidente ha ofrecido aumento a las pensiones, seguros de salud e ingreso mínimo; contención al aumento de tarifas eléctricas, un impuesto a sectores de más recursos y reducción a los salarios en la administración pública. Promesas que se han recibido con escepticismo, porque hay un desencanto total con los políticos.
Hopenhayn termina preguntándose ¿qué pasará con la joyita de la región que ha sido un éxito en lo económico, gobernabilidad, y en un modelo de sociedad? Y ¿cómo fue que una generación con más oportunidades que las precedentes, de repente se convirtió en una masa desbordada, colérica, movilizada, crítica y dispuesta a todo?
Por mi parte, espero que los chilenos con la voluntad, madurez y la receptividad al diálogo que les caracteriza, superen las causas de esta crisis.