Por Óscar Armando Valladares
Los hechos que en diez años y al sol de ahora se vienen sucediendo en el país, mueven a preguntarse: ¿qué es lo que en realidad estamos padeciendo los hondureños? ¿Las consecuencias de la improbable instauración de una cuarta urna en los comicios de 2009? ¿El inferirle un golpe al socialismo del siglo XXI, con el golpe a “Mel” Zelaya? ¿La inserción del narcotráfico en la política, aprovechando condiciones y circunstancias propicias a lo interno y lo foráneo? ¿O todo esto mixturado?
Cuando jefaturábamos la Dirección de Cultura en la UNAH, íbamos de cuando en vez al centro universitario de Occidente, sito en la ciudad de Santa Rosa de Copán, donde la voz común -la opinión general- era una sola: que el crimen organizado, tras el cual operaban los mercaderes de la droga, dominaba la región, y lo mismo, por lo visto acaecía en puntos claves existentes en el norte y oriente del territorio, con el silencio cómplice y la omisión delictiva de autoridades políticas, judiciales y uniformadas. Negocios redondos – hoteles, casas comerciales-, residencias llamativas, dólares en cifras millonarias ligados a cárteles colombianos y mexicanos “blanqueados” por conducto de entidades financieras, etc., constituían “moneda corriente”, entonces poco advertida por el gobierno del país destinatario de la mariguana y otras yerbas: los Estados Unidos, aunque la DEA investigaba por lo bajo. La impunidad interna, hacía de la droga un comercio boyante, ofreciendo y dando segura confianza a tratantes e implicados.
Empero, aquel idílico escenario se vio drásticamente complicado. Coincidente o no, las autoridades hondureñas que tomaron el poder, después de los cruentos sucesos de 2009, fueron compelidas a tomar acciones contra el tráfico y los traficantes, situación incómoda y embarazosa por los nexos políticos y hasta familiares que las medidas obligadas a asumir sacarían a la superficie. Con el tiempo, la presión incluyó extraditar a EEUU a personas requeridas, como en efecto ha venido realizándose, primero en la administración de Porfirio Lobo Sosa y a continuación en los sucesivos gobiernos de su par nacionalista, Juan Orlando Hernández Alvarado. Como en la novela “Algo flota sobre el agua”, la fuerza del consonante -aquella circunstancia que obliga a obrar en consonancia con ella y en contra de la propia voluntad-, tuvo que poner al descubierto a cabecillas, cómplices y ejecutores, condenados unos y juzgados otros por la justicia sajona, en tanto algunos optaron por entregarse al imperio, ante el pavor de ser desaparecidos o considerarse, como aquí, no culpables de delito alguno.
La gente que no olvida ni hace mutis de todo, recuerda aquellos crímenes sonados que en estos últimos años han tenido lugar, en derredor de la droga y su ilícito trasiego, en los cuales el pistoletazo del sicario y la orden del autor o la autoridad se han venido coludiendo.
Para los olvidadizos, las diligencias que se llevan a cabo en la Corte del distrito sur de Nueva York, han servido para refrescarles algunos de esos casos emblemáticos y denotado con ellos lo que es capaz la ambición, la corrupción y la crueldad de aquella banda inmiscuida en malas causas y artes.
Más aún: escenas intencionalmente registradas y difundidas al pueblo por la pantalla televisual, mostrando asesinatos de presidiarios, uno de los dos asociados al afer de “Tony” Hernández, revelan espantosamente el fondo de la ignominia al que nos está arrastrando la política infame, maridada con el crimen de cuello alzado.
De ahí que, volviendo al principio, ¿copó las altas esferas el tesoro de la droga, y por ella es que pasamos, en fama triste y notoria, de República bananera a narcoestado hondureño? ¿Acaso no escarmentamos? Y a la hora de votar, ¿nos suelen dar gato por liebre, o lobo con piel de oveja, o capos por gobernantes? En todo y por todo, de la caja de sorpresas neoyorquina devendrán las respuestas contundentes cuando al nudo gordiano se le afloje y se le encuentren sus dos cabos, o se corte de un tajo como hizo la magna espada alejandrina.